Los trasplantes tienen ya prácticamente superado el obstáculo del rechazo agudo (en un par de décadas se ha rebajado la tasa del 50% al 10%), y su gran reto es ahora la eficacia a medio y largo plazo. Pero con una exigencia adicional: calidad de vida. El Congreso Mundial de Trasplantes (CMT) que reúne esta semana en Boston a más de 6.000 especialistas de 85 países ha confirmado esa preocupación con un gran número de estudios sobre el tema.
La importancia de la calidad de vida se acrecienta por su influencia sobre los resultados del propio trasplante. Una investigación estadounidense ha revelado, por ejemplo, que la alta prevalencia de trastornos gastrointestinales entre más de 42.000 pacientes que recibieron un injerto renal entre 1995 y 2002 hacía que se duplicara el riesgo de fallo del trasplante y que aumentara un 50% el riesgo de muerte. La influencia negativa de esos trastornos en la calidad de vida ha quedado en evidencia también en otros estudios llegados de otros países.
Dentro de la aportación hispana a este ámbito de análisis, un estudio realizado en 17 hospitales por la Red Española de Investigación de Trasplantes se centró en los beneficios globales del injerto de órganos sólidos. Tras examinar datos de 1.200 pacientes en lista de espera para recibir un órgano y de más de 600 ya trasplantados, la conclusión no pudo ser más positiva: la calidad de vida mejoró drásticamente con la operación, hasta alcanzar un nivel similar al de la población general.