Nacido en Cocentaina (Alicante) y formado en Valencia, este especialista en patología ósea metabólica justifica su ubicación en nefrología, entre otras cosas, por el riesgo de complicaciones de este tipo a que hacen frente los trasplantados renales.
Con él hablamos del hipertiroidismo secundario, un trastorno funcional que cursa con un aumento mantenido de producción de hormonas por la glándula tiroidea. La prevalencia del hipertiroidismo en la población general es de aproximadamente un 0,3%. Es más frecuente en la mujer y aumenta con la edad, afectando al 2% de las mujeres y al 0,2% ciento de los varones mayores de 60 años.
Si nos ceñimos a la población general puede que sí; pero entre los pacientes con insuficiencia renal es muy prevalerte, y el problema es que cada vez hay más pacientes con insuficiencia renal.
En efecto, la etiología de esta enfermedad parece casi un juego de detectives. Cuando los riñones funcionan a menos de un 50% de su capacidad, dejan de metabolizar vitamina D. Esta vitamina la obtenemos de las grasas animales y la metabolizamos por medio de dos hidroxilaciones: una que lleva a cabo el hígado y otra que lleva a cabo el riñón. El problema es que sin la hidroxilación del riñón no se completa el ciclo metabólico y la vitamina D es inoperante.
Su misión es la de mantener el equilibrio de calcio y fósforo en la sangre y, de hecho, muchas enfermedades autoinmunes e incluso cánceres dependen de un correcto equilibrio en tal sentido.
Porque no produce la enzima uno-alfa-hidroxilasa en condiciones de insuficiencia renal, que es la encargada de metabolizar a la vitamina D3.
Las glándulas paratiroides, que sólo se relacionan la tiroides en su proximidad anatómica y que nada tienen que ver con sus funciones, detectan la hipocalcemia resultante de la ausencia de vitamina D y espolean al riñón para que agote sus existencias de uno-alfa-hidroxilasa en su empeño; pero el riñón contesta que ya no hay más y las paratiroides se dedican entonces a ‘robar’ calcio a los huesos.
«El hipertiroidismo secundario provoca una osteítis fibrosa porque no aporta el calcio necesario y el hueso se desgasta»
No es un proceso fácil, cuyo resultado es un deterioro de los huesos y la hipertrofia de las propias glándulas. De ahí el nombre de hiperparatiroidismo secundario.
No exactamente, los médicos llamamos a este desgaste osteítis fibrosa; porque, aunque la clínica sea idéntica a la osteoporosis (riesgo de fracturas en cadera, vértebras, rodillas o muñeca), ésta actúa mediante una formación inadecuada del hueso, comprometiendo su arquitectura trabecular, y la osteítis simplemente no aporta el calcio necesario y el hueso se desgasta.
En ese caso el problema se agrava, porque estos fármacos disminuyen la absorción de calcio y la destrucción del hueso se acelera.
Antes deberíamos ensayar otras opciones.
No en este caso, puesto que la diálisis suple la función limpiadora de tóxicos que el riñón ya no puede llevar a cabo, pero no interviene en el metabolismo de la vitamina D.
Ya se hace, pero no es tampoco la solución definitiva. Aumentamos ciertamente la absorción de calcio, pero también de fósforo. El resultado es que una cantidad excesiva de fósforo en la sangre lleva a que el calcio se desregule y se precipite en las arterias, comprometiendo la salud cardiovascular de los pacientes.
Mantienen el fósforo a raya, pero complican el esquema prescriptivo a administrar, demasiadas pastillas para un único problema. La solución más ad hoc pueden ser los fármacos calciomiméticos, que engañan al receptor del calcio y le hacen creer que hay más calcio del que en realidad hay; las glándulas paratifoideas se reequilibran y el hiperparatiroidismo se corrige, pero se trata de agentes muy nuevos y desconocemos aún los efectos a largo plazo de este tipo de tratamiento.
No sólo se puede, sino que se debe. Exponer nuestro cuerpo al sol con una cierta regularidad, evitar el fósforo excesivo en la dieta y vigilar los niveles de vitamina D, calcio, fósforo y hormona paratiroide en la analítica de sangre rutinaria. Estamos llevando a cabo un estudio nacional para determinar a partir de qué nivel de función renal se desencadena la enfermedad. Este estudio puede brindar muchas pistas para una detección precoz, pero el médico de cabecera siempre debería sospechar la posibilidad de hiperparatiroidismo en pacientes diabéticos, con poliquistosis renal de evolución lenta, glomerulonefritis o malformaciones urológicas de nacimiento.
«Antes nos preocupaba sólo el rechazo del órgano. Hoy vemos como los pacientes trasplantados, gracias a tratamientos inmunosupresores, acomodan sin complicaciones el nuevo órgano sin conseguir sintonizar con la síntesis de vitamina D, por lo que cada vez es más frecuente la patología ósea metabólica en trasplantados renales». Esta sentencia de Torregrosa resume una preocupación pujante del Hospital Clínic de Barcelona por lidiar con dicha situación. La edición periódica de un curso sobre patología ósea metabólica en trasplante renal, organizado por la unidad del Clínic y dirigido a especialistas de todo el Estado, junto con la edición de un libro en colaboración con la farmacéutica Novartis, ayudan, según Torregrosa, a «divulgar nuestra enorme preocupación por el tema».
Entre los factores que pueden condicionar la patología ósea metabólica de estos pacientes se incluyen la edad, diabetes, posmenopausia (mujeres), déficit dietético e inmunosupresión, además del hiperparatiroidismo secundario. «Se ha demostrado que la masa ósea se reduce el primer año postrasplante un 17% en pacientes de menos de 65 años, llegando a ser del 35% en los mayores de 65 años, un porcentaje extremadamente peligroso». A los 5-10 años postrasplante y según criterios de la OMS, un 30% de los pacientes presenta osteopenia. Dado que las tasas de supervivencia postrasplante han mejorado notablemente, la prevalencia de patología ósea en estos pacientes es cada vez mayor.