Pocas personas tienen en España un conocimiento tan dilatado y exhaustivo del vino en todas sus facetas como Carmen de la Torre, catedrática emérita de la Facultad de Farmacia de la Universidad de Barcelona. Su experiencia, que ha trascurrido entre los análisis bioquímicos del vino hasta el control de calidad pasando por el estudio de sus principales compuestos, le lleva a afirmar sin temor a dudas que este producto de la tierra tan típicamente mediterráneo es “un auténtico alimento funcional”. Investigadora emérita, dedica buena parte del tiempo disponible en su jubilación a hablar y escribir sobre el vino. Tanto su tesis doctoral como los 47 años de trabajo universitario han tenido por eje al derivado de la vid. Hoy consta como una de las de las principales expertas en vino del país, tanto en lo que refiere a sus características físicas como bioquímicas. “No soy enóloga”, matiza con cortesía, pero en sus palabras queda el poso de un profundo conocimiento que en los últimos años, sobre todo a raíz de descubrimientos recientes como la influencia de los taninos o los compuestos fenólicos sobre la salud, han revertido el carácter polémico de un producto presente en el origen de enfermedades adictivas. Como en todo, asegura, el consumo moderado puede abrir la puerta a sus efectos beneficiosos y desterrar los más negativos.
Me licencié en Farmacia el año 1955. Tenía muy claro que no quería un futuro como boticaria, pero me había propuesto trabajar. Mi padre insistió en que no hacía falta. No era frecuente aún que las mujeres cursaran carreras universitarias o trabajaran por cuestiones vocacionales. Recuerdo sus palabras: «Usted no tiene ninguna necesidad de trabajar». Pero me limité a agradecer su consejo y seguir a mi aire. Empecé en un laboratorio farmacéutico, limpiando materiales, ejerciendo de química analítica y acabando en la gestión de importar materias primas. Fue una disciplina organizativa que me sirvió mucho, pero nunca dejé de lado la universidad. Realizaba prácticas en los ratos libres, me encantaba la docencia y, tras los cambios políticos que acontecieron en los años 70 y 80, también dentro del mundo universitario, accedí por oposición a una plaza de adjunto de cátedra. Creo que fui la segunda mujer en conseguir una plaza así en Barcelona.
No, lo mío con el vino nació poco después y de forma un tanto marginal. Aquella etapa de transición estaba dominada por un caos terrible en materia de legislación alimentaria. Los fraudes estaban al orden del día, y los primeros grupos universitarios centraron sus primeras investigaciones en el control de unos fraudes alimentarios cuyo tributo principal eran grandes intoxicaciones.
«La falta de conocimiento y control provocó grandes niveles de fraude y de inseguridad en el consumo de vino hasta la llegada de las primeras regulaciones»
El Hospital Clínico de Barcelona llevaba tiempo desconcertado por un cuadro de apariencia reumática, con intenso dolor osteoarticular, y que era característico de enfermos con cirrosis alcohólica y un consumo de vino fuera de lo normal. Por entonces, los operarios de la construcción o los trabajadores de las fábricas no bebían cervezas ni refrescos, sino que llevaban botas de vino a granel que llenaban y consumían con gran asiduidad. Se trataba de un vino siempre barato que, para que no se estropeara ni fermentara, se protegía a base de sales de flúor administradas sin ton ni son. Nuestra Facultad recibió muestras necrópsicas de tejidos de aquellos enfermos en los que fue muy fácil detectar una fluorosis vínica. Un exceso de flúor en el vino (que ya posee flúor en su composición natural) causó la intoxicación de todas aquellas personas. Luego la ley se encargó de poner orden en la elaboración y manipulación del vino por parte de las cooperativas, pero aquella experiencia me llevó a fundamentar mi tesis doctoral en el análisis bioquímico de los vinos. Me propuse estudiarlo todo: las uvas, la piel, las pepitas, los suelos que alimentan las raíces de la vid, etcétera.
Por entonces, pocas investigaciones había. Sabíamos que el vino tiene alcohol (los musulmanes habían aprendido a destilarlo cuando colonizaron nuestra península), pero las investigaciones agrobioalimentarias no calaron hasta bien terminado el siglo XX. Siendo ya catedrática, tuve la inmensa suerte de que un ex alumno mío, Jaume Ciurana, llegó a presidir el INCAVI (Instituto Catalán del Vino). Me encargó de inmediato que me pusiera a investigar las propiedades biológicas de los vinos y los aceites catalanes, a fin de reforzar las denominaciones de origen.
En Cataluña tenemos una tradición vinícola y aceitera que viene de muy lejos, pero Ciurana echaba en falta una base científica que respaldara la calidad alimentaria de estos productos y su explotación con denominación de origen. Ocurrió, lamentablemente, que Ciurana falleció de forma inesperada y el proyecto quedó a medio hacer. Más tarde, desde Freixenet, se me brindó la oportunidad de ahondar en el estudio del material polifenólico de nuestros vinos, hasta que el Ministerio de Agricultura me propuso, lo que fue una gratísima sorpresa para mi, unirme, como representante española, a un grupo europeo de expertos en vino.
Algo mucho mas serio: un foro creado en 1924, a raíz de las leyes prohibicionistas americanas, que pretendía salvaguardar la tradición vinícola europea. Hoy se trata de un organismo internacional con sede en París, que actúa como órgano consultivo tanto de la OMS como de la FAO. Pese a que estoy retirada de la investigación activa, sigo acudiendo a estos encuentros, en los que tengo la envidiable oportunidad de charlar con los principales expertos del mundo en materia de vinos.
Puedo asegurar, con satisfacción, que el vino se hace cada vez mejor. Las técnicas se perfeccionan, los procesos que garantizan una mayor calidad se estandarizan, y, en mi opinión, nos hallamos ante uno de los productos alimentarios elaborados por el hombre más naturales y bien hechos del mercado. Que sea natural no significa que se sigan pisando las uvas con los pies, pero sí que su faceta más artesanal, desde los injertos a las crianzas, cumple con los mayores requisitos de calidad y garantías sanitarias.
Le aseguro que nunca se ha hecho un vino tan bueno como el que se hace ahora. El vino es un «invento» mediterráneo; pero los elixires de ahora no tienen nada que ver con los que hacían los griegos antes de Cristo y que, para resistir al trasiego de continuos viajes, debían especiar y almacenar en ánforas de barro. Los vinos siempre sufren con los viajes, por bien hechos que estén.
En cierto modo. No se puede decir que estén vivos, pero sí que están en continuo proceso biológico de fermentación; es un proceso muy sensible a los trasiegos, cambios de temperatura, presión o humedad.
Por supuesto. No crea nunca que un vino de más de 30 o 40 años va a ser una perla a degustar, por más bien etiquetado que esté. El proceso biológico del que hablaba tiene un límite, un fin, transcurrido el cual el vino se estropea.
«El descubrimiento de compuestos fenólicos como el resveratrol y de otros componentes bioquímicos han hecho del vino un alimento funcional»
Atendiendo al origen y a las propiedades organolépticas, de vinos. Tenemos, por ejemplo, un vino como el del Priorato catalán, excelente vino con mucho alcohol, que le confiere un gusto rancio y una tonalidad dorada; no es un vino bueno para la mesa (demasiado fuerte). Otros vinos suaves, afrutados, pueden servir perfectamente para acompañar un plato, pero no para una crianza. El experto enólogo conoce la graduación alcohólica y la oxidación de cada caldo y determina cuáles son más aptos para un envejecimiento en bodegas especiales, a fin de reunir, pasado el tiempo, ese color, esa textura y ese placer al paladar que consigue muchas veces emocionarnos. No deja de ser una obra de arte.
El 10 de julio del 2003 entro en vigor una ley española del vino que, por primera vez, lo califica como alimento. Sigue siendo el producto resultante de la fermentación de la uva, pero se le reconocen propiedades que le confieren la condición de un alimento funcional: su contenido en lípidos o proteínas es imperceptible, sabemos que por cada gramo de alcohol tenemos 9 kcal, pero el vino proporciona muchas sales minerales y vitaminas esenciales para llevar a cabo las necesidades bioquímicas funcionales del organismo. Las enzimas, por ejemplo, llevan en su composición átomos de cobalto o de manganeso que el cuerpo humano no es capaz de fabricar y que debe tomar prestados de la alimentación. Tanto el vino como el aceite de oliva, ambos pilares de la dieta mediterránea, son, además, muy ricos en polifenoles.
Lo saludable no es un consumo excesivo, sino un consumo continuado. Los polifenoles, de hecho, se encuentran en prácticamente todas las verduras, frutas y hortalizas. Su proporción en el vino no llega al 3%, pero son antioxidantes de primera magnitud. Para empezar, protegen al mismo vino contra la oxidación ambiental y evitan que se estropee, pero siguen haciendo lo mismo cuando los incorporamos a nuestro organismo.
El envejecimiento del cuerpo humano transcurre desde la infancia y por mecanismos de oxidación de los tejidos. Principalmente las vitaminas E y C, se encargan de mantener un equilibrio lipo-proteico en la membrana celular y evitan que las células se oxiden. Lamentablemente, nuestros hábitos modernos de alimentación, el tabaco o la contaminación ambiental aportan un exceso de radicales libres que nuestras enzimas no son capaces de combatir, por lo que envejecemos y, en el peor de los casos, las células sufren alteraciones que dan pie a enfermedades como el cáncer o la arteriosclerosis. Se ha demostrado que es mejor consumir medio vaso al día, garantizando un equilibrio antioxidativo permanente, que una botella de golpe al mes, puesto que la oxidación no viene tampoco de golpe, sino a pequeños sorbos.
Hasta hace poco pensábamos que sí, que los vinos difieren en aromas, gustos o colores, manteniendo siempre unas propiedades alimenticias comunes. Hasta que llegó el resveratrol.
Se trata de una sustancia polifenólica descubierta hace bien poco en los caldos de viñas agredidas por circunstancias climáticas, una colonización por hongos, etcétera. El resveratrol es un producto de defensa que la planta sintetiza ante un acoso determinado. En Francia, los caldos con denominación sauterne son vinos elaborados a partir de racimos podridos. Los franceses lo llaman la «podredumbre noble». Se trata de un vino muy rico en resveratrol. En Italia, se ha descubierto que los viñedos plantados en zonas muy altas y que reciben una radiación ultraviolada muy intensa también sintetizan más resveratrol. Se sabe que, antiguamente, la medicina china y japonessa utilizaba resveratrol, que también está presente en otras sustancias de origen vegetal como, por ejemplo, el cacahuete, para el tratamiento de diversas dolencias, y que constituye un anticancerígeno muy eficaz.
Porque el vino no es un medicamento, y no debe alterarse su carácter funcional propio en sacrificio del sabor o de otras propiedades. Quien requiera resveratrol puede acudir a cualquier oficina de farmacia, pero no convirtamos al vino en un vector de ácidos grasos omega-3, minerales y vitaminas que naturalmente no formen parte de su constitución. Poderse hacer, se puede; pero no se debe, por respecto al vino y a lo que representa.
Los griegos advirtieron que el vino produce euforia, por el alcohol, y lo vincularon a su dios Dionisos para que entretuviera con él a las dionisíacas y fomentara la imaginación, la inspiración artística y literaria entre los mortales. Los romanos lo encomendaron al dios Baco, y las cosechas iban seguidas de auténticas bacanales. Cada cultura tiene su droga. En el ámbito mediterráneo, hasta en las religiones pervive una comunión con el vino. Si estuviéramos en México, por ejemplo, lo haríamos con setas alucinógenas. La euforia, en realidad, es un elemento clave en rituales de iniciación, trabajo artístico o pasiones amorosas, y ha dado pie a muchas tradiciones culturales.