Detectar un gusto, un sabor o un aroma es algo que sólo está al alcance de unos pocos profesionales muy entrenados. Su labor es fundamental para decidir características fundamentales de un buen número de alimentos. Pero su actuación sería incompleta sin la ayuda de los propios consumidores, que expresan percepciones a menudo inadvertidas por los expertos, y por los sensores electrónicos, cada vez más presentes en el ámbito del control de calidad.
Seguramente muchos europeos se quedarían sorprendidos por la afición que muestran los estadounidenses por el pan con mantequilla de cacahuete y mermelada. O por la marcada preferencia por el sabor dulce o por el omnipresente gusto de canela. ¿Qué gusta más a los consumidores? ¿Por qué triunfa un producto en una parte del mundo y en la otra no? ¿Y qué hacen la empresas al respecto? Si el lector es de los que piensan que un producto alimentario simplemente se fabrica, sin más, está muy equivocado.
Cada vez más las empresas recurren a constantes análisis para averiguar qué es lo que gusta y cómo adaptar el producto a las preferencias locales. Estos análisis han ido de la mano del desarrollo, en los últimos años, de las ciencias sensoriales aplicadas a la alimentación, cuyas últimas tendencias se revisaron en un congreso reciente de la ACCA (Asociación Catalana de Ciencias de la Alimentación), celebrado en Barcelona en el marco del II Encuentro Percepnet de Ciencias Sensoriales.
Expertos y consumidores
Las empresas alimentarias tienden a complementar los test de consumidores con análisis sensoriales de paneles de expertos y sensores electrónicosHasta ahora, buena parte de esos estudios se realizaban con formularios y pruebas especialmente diseñados para consumidores. Estos dan lo que los expertos definen como respuesta hedónica («me gusta mucho», «no me gusta»…). Sin embargo, esa información puede a veces resultar insuficiente. El problema de los consumidores sin entrenar, apunta Juan Abante, de la empresa PSCG de estudios y análisis sensoriales, es que «no siempre saben describir lo que perciben».
La evaluación sensorial de un producto mide características diversas, que incluyen desde su aspecto visual hasta el tacto, el olor y el gusto. «Los descriptores del gusto y de olor más utilizados suman hasta 121», explica Xavier Tomas, especialista del Instituto Químico de Sarriá, en Barcelona, y van desde los más conocidos bergamota, vainilla o café, hasta descriptores inusuales para neófitos en la materia, como fronda o ilang-ilang (árbol de cuyas flores se extrae un principio activo aromático). Hay pocos consumidores capaces de describir todos los matices que hay en el gusto y el aroma de un alimento.
Además, si se recurre siempre a los mismos consumidores, pueden cansarse rápidamente y contestar cualquier cosa. O pueden convertirse en especialistas del producto, lo que modifica su percepción y, por ende, afectar al resultado del análisis.
De ahí que las empresas cada vez más opten complementar el estudio con paneles de expertos que dan una información objetiva. Son análisis complementarios que ofrecen, por un lado, la preferencia del consumidor y por otro, la razón que puede explicar la preferencia. La estrategia se ha mostrado útil para algunas empresas, entre ellas una conocida multinacional de productos lácticos, enfrentada en cierta ocasión a un test de consumidores que no arrojaba diferencias entre un yogur propio y otro de la competencia. Sin embargo, según explicaba el representante de la empresa en el congreso de la ACCA, las cifras de mercado mostraban que «sí existían» diferencias. Sólo un panel de expertos pudo detectar, entre los atributos de sabor del producto competidor, un punto o dos más de grasa láctea y de fresa.
Pero hay otros muchos factores que se analizan, y para los cuales no cuentan los paneles de expertos. El entorno, por ejemplo, la forma de consumir un producto. Sólo preguntando cómo desayunaban los niños se dieron cuenta las empresas que en muchos hogares había un plazo de tiempo más o menos prolongado desde que la madre servía los cereales en la leche hasta que estos eran consumidos. La idea de vender cereales o galletas que duran crujientes más tiempo no surgió de la nada sino precisamente de aquellos estudios de mercado.
Los expertos electrónicos
Pero donde sin duda se ha avanzado ha sido con el desarrollo de sistemas como la nariz y la lengua electrónicas. Son, explica Carlos Domínguez, investigador del Centro Nacional de Microelectrónica del CSIC, sensores inteligentes que en base a reacciones químicas pueden reconocer olores o sabores determinados. Sensores de este tipo disgustan profundamente a expertos como enólogos o sommelier por lo que pueden resultar, por un lado, de amenaza y, por otro, de mecanización de lo que se considera un arte.Para André Holley, profesor de la Universidad de Lión y uno de los mejores expertos en el estudio de los sentidos del gusto y el olfato, la cosa está clara: el sensor sólo vale para el control de un «proceso repetitivo», para detectar que un producto se fabrica «siempre igual». Pero nunca puede recoger las sensaciones y transmitirlas a un cliente, nunca podrá captar la parte hedónica.
No obstante, considerando que la lengua electrónica puede detectar diferentes atributos del gusto con gran precisión, y desde luego con mucha más que el consumidor medio, ¿podría ser aplicada en paneles de expertos? ¿Está justificada la alarma por parte de los expertos?
El sensor, matiza, Domínguez, «dice que algo es bueno o malo de acuerdo a lo que le han programado previamente, algo con lo que debe concordar». En ese sentido, su aplicación ideal es el control de calidad de la industria. Pero antes se necesita que previamente un panel de expertos establezca las cualidades gustativas y olfativas con las que debe programarse el sensor.
«El problema es que cuando se piensa en lenguas electrónicas todo el mundo se centra en la industria alimentaria», se queja Carlos Domínguez, «pero hay muchas más aplicaciones». Por ejemplo, la farmacéutica, en la que también hay que probar periódicamente la aceptabilidad de diferentes fármacos. «A cualquiera le gusta probar vinos, pero ponte a probar pastillas», enfatiza este investigador. Hay pocas personas que quieran formar parte de esos paneles de expertos, y son ensayos que, por los riesgos que comportan, se hacen con cuentagotas. Otro ejemplo, el control del fraude en la fabricación de queso de cabra que estuviera hecho en realidad con leche de vaca. «Sólo expertos podrían determinar el fraude, pero no pueden estar probando toda la producción quesera del país». O evitar el fraude de principios activos con los que se obtienen aromas.
El equipo de Carlos Domínguez, que trabaja en el desarrollo de sensores para empresas de toda Europa ha conseguido lenguas electrónicas que pueden detectar hasta 12 atributos organolépticos de una serie de 18 (no especifica cuáles). Igualmente, han desarrollado una lengua electrónica para controlar 8 cualidades del zumo de tomate. Pero siguen habiendo cualidades muy difíciles de medir, remarca, como la palatabilidad, esa sensación en la que se conjugan el gusto y el tacto en la boca.
¿Cómo funciona el gusto? Los expertos trabajan con la teoría de las cinco sensaciones básicas gustativas (dulce, amargo, salado, agrio y, últimamente, el umami) y la diferenciación de zonas en la lengua sensibles a gustos diferentes. El gusto es un sentido muy poco sistematizado, si se compara con otros como el oído o la vista. La gran dificultad para definir las percepciones gustativas básicos, resume Xavier Tomás, del Instituto Químico de Sarriá, está en que normalmente van combinadas con las percepciones de otros sentidos. «Hablamos de la textura o la palatabilidad cuando queremos expresar la sensación conjunta del gusto y del tacto». Y no se valora igual el gusto de unas setas si éstas están frías o calientes. De nuevo, el tacto.
Igualmente, el aroma entra en juego cuando se saborea algo y se percibe el olor por la cavidad nasal, «que puede ser totalmente diferente de lo que se percibe por inspiración a través de los conductos nasales».
La complejidad del sistema olfativo-gustativo explica porqué es tan difícil implementar sensores electrónicos realmente eficaces. «Uno de los sistemas de detección de compuestos más sofisticado y más selectivo es el órgano del olfato», explica Josep Samitier, director del Crebec del Parque Científico de Barcelona, centro especializado en nanotecnología. Su grupo participa en el desarrollo de sensores basados en proteínas olfativas. «Las neuronas olfativas incorporan receptores de membrana y cada uno de ellos [hay varios miles] interacciona normalmente con unos pocos componentes, de 20 a 30 de media», explica. La disponibilidad de técnicas de biotecnología, añade, permite aislar los receptores olfativos y hacerlos crecer mediante levaduras modificadas genéticamente. Una vez producidos, el objetivo es asociarlos a una matriz de nanoelectrodos que identificaría el compuesto gracias a la diferencia de señal eléctrica generada por el cambio de forma que se da en la proteína. De este modo se espera ser capaz de detectar propiedades que ahora pasan desapercibidas incluso para «profesionales con mucha experiencia».