Los nitratos y nitritos se emplean con regularidad como aditivos alimentarios en diversos productos, especialmente en los cárnicos curados. El uso de estas sustancias se fundamenta en sus efectos sobre las características organolépticas y sobre el control del crecimiento de microorganismos, algunos de ellos patógenos.
El uso de nitratos y nitritos como aditivos alimentarios constituye una práctica regular aunque controvertida. Desde hace años, esta aplicación se va visto asociada a distintos problemas de salud de los consumidores. Entre ellos, quizás el más importante, es la implicación de estos aditivos en la formación de nitrosaminas, productos con acción cancerígena demostrada pero que no se forman de manera automática en cualquier circunstancia, ya que necesitan unas condiciones potenciadoras, entre las que destacan un pH ácido y generalmente calor o tiempo.
Aunque tanto los nitratos como los nitritos podrían inducir la formación de nitrosaminas, sólo los nitritos poseen alguna acción antimicrobiana. En realidad los nitratos actúan como reserva potencial de nitritos, que se forman por la acción de algunos microorganismos, las llamadas bacterias reductoras de nitratos. Este tipo de bacterias son las responsables de acumular y degradar estas sustancias a lo largo del proceso de conservación.
Acción antimicrobiana
La acción antimicrobiana de los nitritos es selectiva, sobre todo para patógenos formadores de toxina botulínica
Los nitratos y nitritos se emplean como aditivos para prolongar el tiempo de conservación de los alimentos y no tanto por su capacidad para inducir cambios en la coloración o en los aromas del producto. Pero aunque su acción en contra de los microorganismos resulta evidente, no es ni mucho menos absoluta. En un producto curado como un chorizo o un salchichón al que se haya añadido nitratos y nitritos, el nivel de microorganismos puede alcanzar con facilidad los 10 millones de bacterias por gramo, una cantidad sólo equiparable al de la microbiota láctica, el mismo grupo al que pertenecen los fermentadores que podemos encontrar en el yogur o en el queso.
Este grupo de microorganismos son deseables, puesto que contribuyen al buen funcionamiento de nuestro intestino e impiden la acción de muchos patógenos. Su presencia pese al uso de aditivos a base de nitratos y nitritos, de claro poder antimicrobiano, se debe a que su capacidad de acción posee una cierta selectividad, especialmente para patógenos y, de forma particular, para Clostridium botulinum.
Los clostridios formadores de toxina botulínica, por mecanismos complejos y debidos siempre a más de un factor, se ven afectados en su capacidad para formar toxina, hasta el punto que la existencia de estos conservantes eliminan el peligro de su formación, haciendo innecesario el realizar análisis de la presencia de los patógenos y eliminando completamente el peligro.
Los clostridios están presentes de forma natural en el medioambiente, pudiendo detectar sus esporas en el suelo, aguas, polvo, restos orgánicos o materia fecal, entre otros muchos lugares. Por este motivo, le presencia de estos microorganismos en la carne no es anecdótica, sino más bien frecuente. Por esta razón, o se extreman las medidas de control, o se añaden sustancias que limiten la proliferación o que impidan la formación de toxina.
De las diferentes cepas de Clostridium botulinum hay que diferenciar entre las proteolíticas y las no proteolíticas. Las proteolíticas son mucho más resistentes a condiciones de conservación, como la bajada de pH o la disminución de la concentración de agua disponible. Sin embargo, estos microorganismos se muestran muy sensibles a la presencia de nitrito sódico. Además, esta acción inhibidora puede verse potenciada si el pH es ligeramente ácido (pH inferior a 6).
Acciones antagonistas y potenciadoras
Diversos han sido los estudios que se han centrado en la actividad antimicrobiana global y, de modo particular, contra los clostridios presentes en los alimentos. De esta forma, se ha comprobado que los ascorbatos, o sustancias con acción vitamínica C, poseen una acción potenciadora muy clara de la capacidad para impedir la formación de toxina botulínica.
No obstante, en algunos productos no se evidencia la acción conservante. En casi todos los casos se ha atribuido a la presencia de hierro. El metal posee una fuerte afinidad por el nitrito, formando sales estables, lo que implica una pérdida nutricional y una pérdida de la actividad antimicrobiana.
Numerosos estudios han permitido comprobar que ante la presencia de elevadas concentraciones de hierro la acción de los nitritos es muy poco eficaz. De entre los diferentes alimentos, el hígado es en el que menos eficaz se muestran, seguidos de carnes rojas.
Según los datos de la Autoridad Europea de Seguridad Alimentaria (EFSA, en sus siglas en inglés), la concentración de nitritos a la que se atribuye una buena actividad conservante es de 300 mg/Kg. No obstante, esta concentración tiende a disminuir con el tiempo, un aspecto que podría constituir un evidente peligro si consideramos la formación potencial de toxina botulínica.
La concentración puede disminuir drásticamente desde los 300 mg/Kg añadidos hasta niveles inferiores a 10 mg/Kg en tan sólo cinco días. Esta disminución es especialmente peligrosa si las temperaturas de conservación son elevadas (hasta 35ºC). Si la temperatura de mantenimiento es de refrigeración, se puede mantener la concentración más o menos estable entre una y tres semanas.
Sin embargo, no por poner mayor cantidad de nitratos o de nitritos se consigue mantener sus niveles durante más tiempo. La concentración residual, de hecho, depende también de otros factores como el pH, la temperatura de conservación o la presencia de ascorbatos y fosfatos.
Aunque la presencia de nitratos y nitritos en los alimentos puede constituir un riesgo para la salud por la formación de nitrosaminas, su eliminación de la lista de ingredientes puede constituir un peligro mayor por su efecto limitante de clostridios formadores de toxinas. Por este motivo, desde la UE se han fijado, tras numerosos estudios, las concentraciones máximas tolerables para cada producto de modo que garanticen su eficacia antimicrobiana. El objetivo es decantar la balanza a favor de los efectos positivos frente a los negativos.