La investigación sobre organismos modificados genéticamente (OGM) cabalga al menos sobre dos aguas. En las que insisten en que no se trata de nada más que de un acelerón de la evolución y de la manipulación secular de vegetales para obtener mejores rendimientos, y las de los que sostienen que debe imperar el principio de precaución y estar muy seguros de que no habrá daños ambientales ni sobre la salud con su liberación al medio. A este segundo paquete de opinión pertenece el ingeniero químico Gregorio Álvarez, voz crítica representativa de lo que opinan colectivos científicos y ciudadanos con respecto a las estrategias seguidas por los abanderados de los transgénicos. Gregorio Álvaro, de 46 años, es profesor del departamento de Ingeniería Química de la Universidad Autónoma de Barcelona (UAB). También es miembro de la recién creada asociación de Científicos por el Medio Ambiente, CIMA, y de Ecologistas en Acción. Álvaro tiene muy clara su postura respecto a los transgénicos: «La comercialización de los cultivos transgénicos existentes tienen un único fin: aumentar los mercados. No traen ningún beneficio para los consumidores y desde luego nunca eliminarán el hambre en el mundo». En lo que se refiere a su efecto sobre la salud humana, este experto critica la falta de estudios y el que se dé por hecho su inocuidad. No es muy frecuente encontrar defensores de esta postura entre los científicos, que a menudo presentan los OGM como una versión moderna, e inocua, de la mejora de variedades por simples cruzamientos que desde siempre han practicado los agricultores. Pero para este investigador la decisión de introducir los transgénicos en la cesta de la compra «atañe a toda la sociedad y no a un grupo reducido de expertos», porque lo que está en juego no es sólo «la bondad o no de las técnicas transgénicas, sino el contexto político, legal y económico en que estas técnicas se emplean».
La mayoría de los científicos se dan cuenta de que lo que digo es cierto, así que el ambiente no es hostil. Yo no valoro sólo la tecnología en sí, sino sus consecuencias en muchos sectores, desde el sanitario al socioeconómico. Parto de la base de que no toda tecnología debe ser aplicada por el mero hecho de que exista. Antes de aplicar una tecnología hay que preguntarse si se pueden obtener los mismos fines de otra manera, sin tener que pagar los efectos secundarios de esa nueva tecnología.
Trabajo en inmovilización de enzimas. Las enzimas sirven para catalizar reacciones. Pero para obtener productos de interés, por ejemplo en la industria farmacéutica y alimentaria, hay que lograr inmovilizarlas.
«Hoy hay más alimentos en el mundo pero no se han eliminado las hambrunas y hay más plaguicidas»
La revolución verde tenía como objetivo resolver el problema de las hambrunas. Pero no lo ha resuelto. Efectivamente hay más alimentos, pero no se ha eliminado el hambre. Y en cambio hay plaguicidas… Ahora hay tanto DDT en el planeta que todos los mamíferos lo secretamos en la leche. Con los transgénicos es lo mismo.
Hoy hay dos tipos de transgénicos: plantas resistentes a herbicidas, o bien plantas que producen su propio herbicida. O sea, que se sigue con la misma tónica: usar venenos hasta que generen resistencias y dejen de ser útiles, y entonces buscar otros. Con esta lógica cada vez hay más venenos en el planeta. Hay que ir a un tipo de agricultura que no resuelva el problema con plaguicidas ni herbicidas. Por ejemplo usando policultivos, fomentando las variedades locales. Los monocultivos son típicos de la revolución verde, y un efecto es que cuando entra una plaga arrasa con todo. Los transgénicos van en la misma línea. Los de primera generación ya crean graves problemas ambientales, pero los que vienen ahora son aún peores, porque se trata de que la planta produzca medicamentos, con el riesgo de que estos fármacos acaben pasando al medio por polinización cruzada.
El efecto de la revolución verde es que acaba esterilizando la tierra. Si bien al principio las cosechas aumentan mucho, luego empiezan a declinar. Y ya lo estamos viendo. Estamos sacando todo el jugo de la Tierra. Con la agricultura biológica pasa al revés: al principio se cosecha poco, pero luego aumenta. Es cierto que la demanda mundial va creciendo. Pero también es verdad que no es necesario comer carne todos los días para vivir bien.
Hoy, en España, casi toda la agricultura biológica que se vende va para Alemania. En los países ricos hay cada vez más gente asustada por los sistemas actuales de producción de alimentos, así que cada vez hay más personas que escogen la agricultura biológica.
Para empezar, el herbicida al que la planta es resistente es de la misma compañía que ha fabricado la planta, así que les sale redondo: el agricultor podrá echar tanto herbicida como desee sin matar la planta. Además, los cultivos transgénicos perjudican a los 1400 millones de personas en el planeta que viven de la agricultura de subsistencia: guardan sus semillas, las intercambian. La biotecnología los hace mucho más dependientes: en la India se piden préstamos para pagar los herbicidas, que luego no se pueden pagar y acaban incrementando la pobreza. La brecha entre el mundo rico y el pobre se agranda cada vez más.
«Aún no se ha etiquetado un solo transgénico para alimentación humana, porque las compañías de alimentación tienen mucho miedo»
Los transgénicos aún no están implantados. El consumidor europeo no los quiere, no está nada claro que se vayan a imponer. Aún no se ha etiquetado un solo transgénico para alimentación humana, porque las compañías de alimentación tienen mucho miedo. Hoy los transgénicos que están entrando lo hacen por los piensos animales. También está aumentando mucho el rechazo en Estados Unidos.
Hay casos documentados de reacciones alérgicas a alimentos transgénicos, y también está el estudio del doctor Arpad Pusztai, que encontró efectos en ratones alimentados con transgénicos.
Eso forma parte de la campaña de desprestigio de las multinacionales. En cuanto sale un trabajo en su contra lo desprestigian. En la revista científica Nutrition and Health se publicó un informe analizando los estudios que evaluaban efectos de los transgénicos en la salud. Encontraron sólo diez artículos, de los que únicamente cinco eran de autores independientes. Casualmente, los únicos que hallaban algún efecto.
En el principio de equivalencia sustancial: si el alimento equivalente no transgénico es sano, entonces el transgénico también lo será. Pero este principio no vale para los transgénicos, lo mismo que no valdría para los priones de la enfermedad de las vacas locas, por ejemplo. O sea, que hay que demostrar que los transgénicos son sanos, no darlo por supuesto. Y está el problema de la generación de resistencias a antibióticos. En teoría ya se ha dicho que hay que eliminarlos. Pero se siguen usando, porque cambiar los genes de las especies ya patentadas ahora cuesta dinero. Estamos en manos de multinacionales que hacen su lobby en la Unión Europea y en la Casa Blanca. Además, en Estados Unidos, que es donde más tiempo llevan usándose los transgénicos, no se han etiquetado, por lo que no podemos saber si tal o cuál cáncer se debe a haber comido tal o cuál transgénico.
Eso es lo que se quiere vender, pero luego en la práctica no hay ningún transgénico que tenga esas cualidades. La superficie mundial cultivada con transgénicos en 1999 corresponde en un 71% a plantas resistentes a los herbicidas, un 22% a plantas insecticidas y un 7% a plantas con ambas características.
Querían que con el arroz dorado se viera la cara buena de los transgénicos. Pero lo cierto es que habría que comer muchísimo arroz para ingerir las dosis adecuadas de vitamina A. Al final la conclusión es la misma: la ingeniería genética es una herramienta potentísima que nos permite aprender mucho sobre los seres vivos. Pero no conocemos las consecuencias de crear un ser vivo transgénico. Y el hambre en el mundo es un problema político, que no digan que van a resolverlo con trangénicos.
«No se pueden predecir los efectos toxicológicos, bioquímicos e inmunológicos de los alimentos transgénicos a partir de su composición química», resume Gregorio Álvaro. Por eso en el plano exclusivamente científico presisten «numerosas incertidumbres» sobre la seguridad de los OGM para la salud y para el medio ambiente. Por ejemplo, recita el investigador, la utilización de genes de resistencia a antibióticos, las posibles alergias alimentarias fruto de los genes foráneos introducidos, la producción de sustancias tóxicas no previstas en las plantas transgénicas o los fenómenos de contaminación genética por polinización cruzada. La British Medical Association, institución que que agrupa a más de 100.000 médicos en el Reino Unido, o la Union of Concerned Scientist, que reúne a 30.000 miembros en EEUU, entre otras, han alertado sobre los riesgos mencionados y han pedido la aplicación del principio de precaución.
Para Álvaro, la «seguridad científica» de la inocuidad de los transgénicos que alegan las multinacionales productoras «recuerda a los informes científicos de la industria nuclear» que pretendían demostrar la imposibilidad de que ocurriera un accidente nuclear grave durante el funcionamiento de todas las centrales atómicas en el mundo, o los datos «pretendidamente científicos» de la industria petrolera que daban a entender que el cambio climático era «un invento de los ecologistas».
Además, según Álvaro, el uso de herbicidas y plaguicidas se incrementa en los cultivos transgénicos, lo que indirectamente también afecta a la salud humana. Pone como ejemplo la soja resistente al glifosato, que «incrementa el uso de herbicidas entre 2 y 5 veces en comparación con otros sistemas habituales de control de hierbas».