Joaquima Messeguer, investigadora del Departamento de Genética Vegetal del IRTA (Instituto de Investigación y Tecnología Agroalimentaria) de Cabrils (Barcelona), ha sido la responsable del proyecto ERRI en España, cuyo objetivo principal era obtener una variedad de arroz transgénico resistente la plaga del taladro del arroz o “cucat”. Otra de las finalidades del proyecto era evaluar el riesgo de flujo de genes hacia campos vecinos y hacia el arroz salvaje. Después de desarrollar varias líneas de esa variedad y cultivarlas de forma experimental en el Delta del Ebro, las últimas noticias conocidas sobre la investigación atestiguaban de un nivel de cruce entre el arroz transgénico y el salvaje “muy bajo”, cifrado en un 0,1% como máximo. El experimento y la posibilidad de que se aplicara el arroz arrastró cierta polémica, por la desconfianza generada en los agricultores y la opinión desfavorable en la sociedad. Además, “tal como están las cosas ahora”, afirma Messeguer, la aplicación es “inviable”, porque no podrían asumir los ensayos exigidos para la autorización. Pero el trabajo sigue porque el objetivo del proyecto es científico y porque en el caso de arroz, explica, es posible conseguir que no haya cruces accidentales.
Lo que vimos es que se da un flujo de genes, aunque es muy bajo porque el arroz se autofecunda y el polen no puede desplazarse muy lejos. El porcentaje de cruzamiento es del 0,1% cuando las plantaciones están a un metro de distancia y disminuye hasta el 0,01% a cinco metros de distancia. Pero el flujo de genes puede ser mayor en el caso del arroz salvaje, que crece en medio del campo. Puede ser de hasta el 0,3%.
Es difícil, puesto que el arroz salvaje está considerado una mala hierba. No se puede coger, porque la semilla cae a tierra antes de que pueda recolectarse. Si ha habido una transferencia de genes involuntaria y ese grano germina, se podrían transmitir los genes. Además, el grano salvaje presenta la característica de la dormancia, es decir, que la semilla puede permanecer latente y germinar en la temporada siguiente o al cabo de dos o tres años. A raíz de estos resultados nos planteamos hacer nuevos ensayos.
“Con el arroz es posible evitar el flujo de genes, pero con el maíz es más difícil, porque el viento arrastra el polen a mayores distancias”
Tenemos un proyecto nacional, financiado por la CICYT, y acabamos de firmar hace unos días un proyecto europeo, SIGMEA. Evaluaremos si las técnicas agrarias usadas actualmente son suficientes para evitar el flujo de genes y garantizar la coexistencia entre plantaciones. En el proyecto europeo también evaluaremos el flujo de genes de maíz transgénico en un campo real.
Ateniéndonos a la definición que da Bruselas, coexistencia se refiere al derecho que tienen los agricultores a cultivar lo que ellos quieran, ya sea transgénico, convencional u orgánico. En SIGMEA somos uno de los 44 participantes, y hay desde grupos que harán ensayos de campo, como nosotros, hasta economistas, abogados, sociólogos o expertos que desarrollarán modelos matemáticos para simular diferentes marcos que contemplen todas las situaciones posibles. El objetivo es hacer un gran modelo en el que esté todo previsto.
Con el arroz es posible. Para ello estamos estudiando diferentes tipos de cercas. En el caso del maíz es más difícil, porque el viento arrastra el polen a mayores distancias. Por eso se estudia otro tipo de estrategias, como organizar las fechas de plantación de tal manera que la floración de las plantas transgénicas no coincida con la floración del resto.
“Para comercializar un transgénico hay que elaborar estudios ambientales y de salud muy costosos, sólo al alcance de las grandes empresas”
Tienen una situación muy complicada. A nivel individual hay aceptación, pero ahora, con la gran competencia que supone la entrada en el mercado europeo de los arroces asiáticos, quieren revalorizar el arroz del Delta con la denominación de origen. Esto se une a que hay una opinión pública desfavorable a los transgénicos. La consecuencia lógica es que prefieren no arriesgarse con el arroz transgénico, porque no saben si lo venderían o no.
Gastan mucho dinero en insecticidas. Actualmente el taladro no es un problema porque tienen un servicio de vigilancia, ponen trampas de feromonas y enseguida que detectan un incremento en la población de los insectos fumigan los campos con avionetas. Todo el dinero que gastan en eso lo ahorrarían. Ahora bien, el consumidor seguramente no lo notaría en el precio.
La aplicación, tal como están las cosas, es inviable. Para poder comercializar un transgénico hay que hacer unos estudios ambientales y de salud muy costosos, que no están en la mano de centros públicos de investigación como el nuestro. Sólo las grandes empresas tienen capacidad de hacerlo. Estamos en un camino sin salida. No sirve de nada el hecho de que ya hace nueve años que se vende maíz transgénico, que unos 300 millones de personas lo han comido y no se ha registrado ningún caso de alergia. No hay ningún producto en el mercado que pase controles tan estrictos.
Los ensayos exigidos para autorizar un transgénico son tan costosos que quedan fuera de la capacidad de centros de investigación públicos o empresas de tamaño discreto, afirma Joaquima Messeguer, y sólo lo pueden asumir las grandes empresas. Uno piensa que sería paradójico que estas medidas, establecidas para preservar la seguridad del consumidor y ganar su confianza, ayudaran a que sucediera lo que, en otro orden de cosas, temen grupos anti-transgénicos: que el mercado acabe en manos de multinacionales.
Joaquima Messeguer no puede evitar una señal de escepticismo. “Es que este argumento no deja de hacerme gracia”, apunta, “porque no tiene sentido”. Las empresas, asegura, “ya tienen ese monopolio”. Todas las semillas híbridas como en el caso del maíz, obtenidas por complejos programas de cruce, ya obligan a los agricultores a comprar cada año la semilla ya que “si plantaran la del año anterior tendrían una gran variabilidad en el tipo de plantas y una producción mucho más baja”.
La razón es comercial, proteger una inversión de tiempo y dinero. Para obtener claveles híbridos y sus semillas, detalla Messeguer, se pueden necesitar dos o tres años; para obtener semillas de frutales se necesitan muchos más. Las empresas, están realizando continuamente programas de cruce de plantas, algunos de ellos muy largos. “Por eso también se dice que la transformación genética es más rápida y limpia”, añade esta experta. “En los programas de cruzamiento se mezcla todo el ADN de cada una de las líneas cruzadas, y luego hay que ir depurándolo en varias generaciones”. Con la ingeniería genética, en cambio, “se inserta de forma controlada sólo el gen que interesa”.