El avance espectacular de las técnicas de análisis químicos permite, en la actualidad, detectar en los alimentos y en las bebidas concentraciones realmente minúsculas de plaguicidas o de sus productos de degradación. Descubrir estos residuos no siempre entraña riesgo toxicológico, simplemente indica que han sido empleados en algún momento de su producción, o que son contaminantes ubicuos de aguas, tierras o aire, y, en consecuencia, de plantas y animales.
Residuos de plaguicidas en alimentos
Los expertos fijan unos máximos permitidos para estos residuos en los alimentos que garantizan, dentro de unos límites razonables, su inocuidad para el consumidor. La incorporación de conceptos como las correctas prácticas agrícolas o la gestión integrada de plagas ha permitido obtener resultados de producción similares sin tanta dependencia de los plaguicidas, mientras que el éxito de la agricultura y ganadería ecológicas ha demostrado que se puede prescindir casi totalmente de ellos.
Si resulta posible hallar residuos de plaguicidas en los alimentos es porque los mismos se utilizan o se utilizaron en otros tiempos y, también, porque disponemos de técnicas muy sensibles que permiten descubrirlos. Un plaguicida, o pesticida, es un producto químico empleado para combatir los agentes que constituyen las plagas, que pueden afectar a la salud humana y atacar recursos como la agricultura o la ganadería. Son productos tóxicos básicamente diseñados para matar, y ello justifica que muchas personas no vean con buenos ojos ingerir este tipo de restos con la comida.
Sin embargo, el riesgo es mínimo, aunque no nulo. Generalmente, un plaguicida pensado para acabar con un hongo suele ser bastante selectivo y, a dosis bajas, difícilmente producirá algún tipo de efecto evidenciable en un ser humano. El principal problema es que, a través de nuestra dieta, no nos exponemos sólo a ese agente sino a cincuenta o cien más empleados para combatir malas hierbas, insectos o ácaros. Todos a pequeñas dosis, eso sí, pero que pueden producir efectos de adición o de sinergia entre ellos que hagan que ya no sea tan claro que no vayan a producir algún tipo de efecto adverso para la salud. En fin, que una pizca de una especia picante puede no echar a perder una ensalada, pero una pizca de cincuenta de ellas diferentes puede tornarla fácilmente incomestible.
Además, no todos los humanos reaccionamos igual frente a los tóxicos. Hay o se pueden producir diferencias por edad o sexo, entre otros. Pero también entre individuos aparentemente iguales. Peor que eso, la valoración del riesgo que supone exponernos a pequeñas pero repetidas dosis de productos químicos muy activos debe incluir no sólo los efectos más o menos inmediatos, sino también los de más a largo plazo. Y, entre ellos, especialmente, los de carcinogénesis.
(*)Profesor Titular de Toxicología, Universitat Autònoma de Barcelona
http://quiro.uab.es/tox
Plaguicidas, definiciones y conceptos
Bajo la definición de plaguicida, anteriormente indicada, se engloban numerosos productos. Tenemos, por ejemplo, los fungicidas (para combatir hongos), herbicidas (malas hierbas), nematocidas (gusanos), molusquicidas (caracoles y babosas), acaricidas (ácaros), insecticidas (insectos) y rodenticidas (roedores), como los más conocidos.
Pero también se consideran plaguicidas otras sustancias como los reguladores del crecimiento de las plantas, los inhibidores de la germinación, los atrayentes y repelentes de plagas y los productos empleados como ectoparasiticidas en animales. A pesar de que fertilizantes, antibióticos y virucidas no se consideran generalmente como tales, lo cierto es que, con lo que ya hay, la diversidad de productos existentes es enorme.
En el caso de los plaguicidas, se entiende por residuo no sólo el propio producto sino también sus metabolitos y sus productos de degradación o de reacción. Ello complica mucho el panorama para el toxicólogo y también para el legislador, pero tiene que ser así puesto que un plaguicida puede sufrir transformaciones en el medio ambiente (esto es, una vez empleado), que deben tenerse en cuenta. No es infrecuente, por ejemplo, que se diseñen plaguicidas en los que el producto activo original deba alcanzar el organismo diana al que va dirigido y ser metabolizado por éste para que aparezca el verdadero tóxico.
Las razones de su presencia
Los plaguicidas tienen un sinfín de aplicaciones prácticas, pero es en el ámbito agrícola donde se realiza un gasto superior. En el campo, son los herbicidas, los insecticidas y los fungicidas los más empleados. El número de familias y de productos químicos individuales existentes es muy alto, y casi puede afirmarse que, para cada plaga, para cada cultivo y para cada situación, época y lugar, existe un formulado plaguicida específico.
Los plaguicidas representan un buen negocio para los fabricantes, de aquí el interés en promocionar su uso. Sólo las multinacionales pueden asumir el coste del desarrollo de nuevos productos puesto que sacar nuevas moléculas químicas al mercado tiene un precio elevado por la cantidad de requisitos legales exigidos, que tienden a garantizar no sólo su eficacia sino también su seguridad toxicológica y su ausencia de daños sobre el medio ambiente (siempre y cuando se emplee en las condiciones correctas y con las debidas precauciones). Se comprende que, una vez superados estos trámites, deseen que su artículo tenga mucho éxito.
Después de muchos años de crecimiento abusivo en el empleo y dependencia de los plaguicidas, la tendencia actual en los países más desarrollados es restringir todo lo posible su uso. Muchos productores y también bastantes fabricantes de estos plaguicidas son conscientes de esta necesidad ya que la experiencia ha demostrado, demasiadas veces, que la introducción en los ecosistemas de productos químicos agresivos para el control de una plaga arregla ese problema, pero genera otros cinco nuevos con los desequilibrios que produce.
Conceptos como el manejo integrado de plagas (IPM, en sus siglas inglesas) va por este camino al potenciar métodos alternativos de control no basados exclusivamente en el empleo de plaguicidas. De ello se beneficia directamente el consumidor puesto que menos plaguicidas empleados significa menor cantidad de residuos remanentes en los alimentos.
Contaminantes ambientales
En los controles de presencia de residuos de plaguicidas que se efectúan sobre alimentos de origen vegetal o animal aparecen determinados productos que jamás se emplearon durante su producción ni manejo. ¿De dónde vienen, pues? Son contaminantes del medio ambiente.
El ejemplo más clásico de producto que sufre (y nos hace sufrir) este problema es el p,p’-DDT (más conocido simplemente por DDT). Es el representante por excelencia de los insecticidas organoclorados, un grupo bastante heterogéneo químicamente, pero todos caracterizados por ser moléculas orgánicas (a base de carbono e hidrógeno) con un número variable de átomos de cloro: en el caso del DDT, cinco (dicloro-difenil-tricloroetano).
El DDT empezó a emplearse a partir de la II Guerra Mundial. Era tan efectivo como insecticida que pronto se empezó a usar, junto con sus compañeros de grupo, de manera tan masiva como indiscriminada. Una de las razones de su éxito es que era barato de fabricar pero, sobre todo, de emplear: bastaba un tratamiento al año, o incluso cada dos o tres, para que no hubiera díptero, coleóptero o lepidóptero que aguantara mucho si osaba acercarse al cultivo.
Pero esta persistencia medioambiental, inicialmente considerada una ventaja, pronto se volvió en contra suyo. Siendo prácticamente indestructible, si acababa por desaparecer de un suelo agrícola era porque se incorporaba a plantas, hongos y animales que simplemente lo almacenaban. Este fenómeno, propiciado por la hidrofobicidad del DDT, se conoce como bioconcentración (o concentración biológica). Ello explica por qué los tejidos más grasos suelen llevar mayor carga de estos productos, ya que los lípidos rechazan el agua.
Pero ya en los años 60 quedó claro otro fenómeno todavía más preocupante: el de biomagnificación. No sólo se acumulaba preferentemente en los seres vivos, sino que además su concentración aumentaba a medida que se subían los peldaños de una escala trófica, es decir, que los niveles son más altos en un carnívoro que en un herbívoro, pero éste último tiene más que los vegetales de los que se alimenta.
En España, el DDT dejó de utilizarse en 1977, pero todavía hoy es posible detectarlo en cualquier tomate, lechuga o huevo de gallina, por mucha técnica ecológica que se haya empleado en su confección (aunque realmente lo que se observa mayoritariamente es el DDE, un metabolito suyo). Los niveles de estos compuestos van descendiendo con el tiempo, pero estamos lejos de verlos desaparecer del todo.
Tampoco la agricultura o la ganadería ecológicas se libran de otros plaguicidas. No los emplean, pero las tierras, el aire y las aguas pueden arrastrarlos. Ahora ya no se permiten plaguicidas de tan larga persistencia como el DDT, pero si un producto tiene mucho éxito (y ocurre con algunos herbicidas) puede que se emplee en exceso, y los excesos siempre acarrean problemas. De hecho, no pocas aguas subterráneas del mundo tienen niveles de determinados herbicidas o de otros plaguicidas que los hacen incluso no aptos para consumo humano de boca.
Toxicología
Efectos a corto plazo
Aunque no es una regla fija, puede afirmarse que los plaguicidas más modernos son los más selectivos para los organismos contra los que va dirigidos, presentan un riesgo toxicológico más bajo para las especies no diana (y, entre ellos, nosotros), y son los más respetuosos con el medio ambiente. En otras palabras, aquellos productos plaguicidas que aparecieron hace más de veinte o treinta años suelen coincidir también con los más peligrosos desde todos los puntos de vista.
Exponernos a dosis masivas de uno o más plaguicidas a través de lo que ingerimos no es imposible, pero sí muy infrecuente. Toda aplicación química (sea a un vegetal o a un animal) requiere después esperar un tiempo de suspensión más o menos largo antes de poder consumir el producto tratado. El agricultor responsable (en particular, si es seguidor de los elementales consejos de las llamadas correctas prácticas agrícolas) lo sabe y lo respeta, pero no siempre ocurre lo mismo con el ciudadano de a pie, y muchas intoxicaciones de este tipo se producen cuando la gente detiene un momento el coche para recoger media docena de manzanas o naranjas, aprovechando que hay muchas de ellas en los árboles y que no hay nadie a la vista. Algunos de estos hurtos acaban con una visita al hospital.
Efectos a largo plazo
Nos guste o no, los Estados Unidos están mucho más avanzados que la Unión Europea en materia de seguridad alimentaria, y suelen marcar la pauta con sus actuaciones. En relación a los plaguicidas y sus residuos en los alimentos, la legislación actual debe mucho a la llamada Cláusula Delaney y a toda la discusión y polémica que generó posteriormente.
Cuando ya estaba muy claro que ciertos productos químicos podían inducir o producir tumores malignos, el más temido de los efectos a largo plazo de un agente tóxico, el congresista J. Delaney introdujo, en 1958, la cláusula que lleva su nombre a la ley federal de los alimentos americana, entonces vigente. Brevemente, señalaba que no podía añadirse intencionadamente ningún tipo de sustancia carcinógena en los alimentos.
En la época en que esto ocurrió, requerir riesgo cero de cáncer para el consumidor parecía asumible. Pero con el paso de los años, las técnicas y métodos de detección, tanto de sustancias químicas como de sus efectos carcinógenos, mejoraron infinitamente. En fin, que con el ensayo adecuado, casi cualquier compuesto químico (por “sano” y “natural” que se le considere), administrado repetidamente a dosis altas, puede dar “positivo”, mientras que con la técnica apropiada, si realmente se halla presente en un alimento, no resulta muy complicado detectarlo.
Por tanto, pronto se llegó a la conclusión, inviable, de que el riesgo cero de cáncer, para el caso de los plaguicidas, sólo podía garantizarse con niveles cero de residuos. Inevitablemente, durante años hubo relajación en cuanto a los registros, y las administraciones pertinentes autorizaban o denegaban permisos sin tener demasiado claro por dónde navegaban.
Tras mucho debate y no poca polémica (se llegaron a emitir informes alarmantes en los que se señalaba que cerca de un millón de americanos morirían de cáncer en las siguientes décadas debido a la presencia de residuos de ciertos plaguicidas en los alimentos), a finales de los años 80 se llegó a una situación de compromiso: el riesgo cero no resulta práctico, y lo que debe asumirse es el riesgo negligible o insignificante.
En pocas palabras, con los niveles máximos de residuos legalmente establecidos, la gran e inmensa mayoría de la población se halla protegida (morirá por otras causas, pero no por esta), aunque no es descartable que alguien lo haga. En términos cuantitativos y prácticos, se considera como “insignificante” un caso de cáncer adicional por cada millón de personas expuestas.
Aclarado este punto (al que todos los países desarrollados se apuntaron con mayor o menor rapidez), se procedió a la reevalución de todos los plaguicidas, y es la razón que explica que algunos se “cayeran” de las listas: la renovación de su registro (y algunos llevaban diez, veinte o treinta años en el mercado) se les denegó. Por tanto, en este sentido, hoy estamos bastante mejor que hace apenas unos lustros.
Conclusiones
La agricultura y ganadería convencionales hacen uso de los agentes químicos tóxicos para reducir las pérdidas debidas al ataque de determinados organismos vivos convertidos en plagas. Los expertos fijan unos máximos permitidos de residuos de esos plaguicidas para los alimentos más comunes y habituales que garantizan que, para la gran mayoría de los consumidores, el riesgo a corto y a largo plazo será insignificante.
Los controles que se efectúan demuestran que sólo un mínimo porcentaje de productos están fuera de norma, bien por exceso de residuos o bien por haberse detectado la presencia de un plaguicida no autorizado para ese artículo (este último caso suele presentarse con alimentos importados ya que la legislación sobre plaguicidas difiere entre distintos países).
Conociendo cómo funciona el sistema, uno puede optar por no estar de acuerdo con que los expertos asuman para él y para su familia un riesgo que, aunque mínimo, tampoco es nulo. Ese derecho puede ejercerlo reduciendo todavía más su ingesta de residuos de plaguicidas: por ejemplo, adquiriendo y consumiendo (ni que sea esporádicamente) productos obtenidos por técnicas ecológicas, orgánicas y/o biológicas. La absorción de residuos de estos agentes químicos a través del consumo de cualquier alimento y bebida no es, en la actualidad, evitable al cien por cien, pero ciertamente siempre se expondrá a menores cantidades con dichos productos que haciéndolo con los obtenidos por métodos convencionales.
Como se dice habitualmente, “quien paga, manda”, y del consumidor depende el futuro de quienes han apostado por una producción agrícola y animal sin tanta química, muchas veces superflua, y que en España no son pocos. Quien quiera disfrutar de sus productos, deberá probablemente rascarse algo más el bolsillo, pero sepa que su paladar y su salud se lo agradecerán, casi con seguridad, en todo momento y lugar. Como se dice también, “nunca es tarde para cambiar un mal hábito”.