Las crisis mundiales alteran la vida de millones de personas, modifican sus preocupaciones y ponen en entredicho cuestiones que se daban por sabidas o resueltas. Dejan al descubierto lo que funciona bien y lo que no. Esto es lo que ha sucedido en 2020 con la pandemia de coronavirus, que ha puesto en evidencia nuestras debilidades en materia de salud, ciencia, educación o trabajo, y que también ha puesto a prueba nuestro sistema alimentario. De este, en particular, se ha destacado su buen funcionamiento. Pero ¿es tan robusto como pensamos?
En marzo, el inicio del confinamiento y la suspensión de toda actividad que no fuera esencial impulsaron la llamada ‘compra de búnker’, esto es, una compra más abundante de la habitual para hacer acopio doméstico. En la semana previa a la declaración del estado de alarma (entre el 9 y el 15 de marzo), la venta de productos de primera necesidad aumentó un 21 %, como recoge un informe de la consultora Kantar, mientras que la de alimentos creció casi un 30 %, según los datos oficiales. Las legumbres, la pasta, el arroz, las harinas y las conservas fueron los primeros en desaparecer de los supermercados.
En su lugar, se colocó la inquietud. Las imágenes de lineales vacíos, carros cargados de productos repetidos, colas en las aceras y control de acceso en los mercados hacían pensar lo peor: que no iba a haber comida suficiente para todos. Ante el miedo creciente de la población, los productores de alimentos, las empresas de distribución y las autoridades gubernamentales comenzaron a lanzar mensajes de tranquilidad. Frases como «el suministro alimentario está garantizado», «en España no habrá problemas de desabastecimiento en supermercados» o «los proveedores aseguran la disponibilidad de productos» se repitieron una y otra vez, invitando a la racionalidad y la calma.
Los mensajes tenían sustento: vivimos en un entorno de superabundancia alimentaria en el que se puede encontrar casi cualquier producto en cualquier momento del año; un entorno donde es posible comer sano, variado y barato y, también, donde la oferta de alimentos ultraprocesados nos desborda, como evidencian las cifras crecientes de obesidad.
En suma, vivimos en un entorno en el que se comercializan más alimentos de los que somos capaces de consumir y en el que existe un importante despilfarro de comida. Dos datos: los hogares españoles desperdician casi 1.340 millones de kg/l de alimentos y bebidas al año; y en 8 de cada 10 hogares se tiran los productos tal y como se compran, sin haber sufrido ningún tipo de elaboración. Con este marco de referencia, el miedo a la escasez de comida no tiene asidero en España. ¿O sí?
La foto de la alimentación indispensable
Las ‘compras de búnker’ pusieron a prueba nuestro sistema alimentario y, con él, a todos los eslabones de la cadena de suministro: desde los agricultores y los ganaderos (que finalizaron las movilizaciones que llevaban haciendo desde enero para mejorar la situación del sector), hasta el personal de los supermercados (unas 400.000 personas que se expusieron al contagio para atender a los consumidores), pasando por los repartidores de comida a domicilio y los transportistas (uno de los colectivos profesionales más infectados por la covid-19).
Las compras de acopio, además, retrataron nuestras prioridades alimentarias. A diferencia de lo que ocurrió después (cuando las elecciones se desviaron hacia otro tipo de productos, como bebidas alcohólicas, bollería o snacks), ese primer momento de miedo nos dejó una fotografía precisa de qué consideramos importante para subsistir. ¿Los protagonistas? Los básicos baratos, cuyas compras se expresaron en cifras récord. Entre el 9 y el 15 de marzo, la venta de arroz aumentó un 158 %; la de harinas, un 147 %; la de pastas, un 144 %; y la de legumbres, un 122 %.
Productos básicos de importación
Algunos de esos alimentos se cultivan o producen en España en cantidades suficientes para abastecer a la población, ya sea como materia prima o como ingrediente de otras elaboraciones. Pero otros no. Es el caso de las legumbres, un alimento estratégico para la alimentación sostenible del futuro, beneficioso para la salud de las personas y bueno para la tierra donde se cultiva, que forma parte de nuestra dieta tradicional y cuya producción, sin embargo, ha disminuido notablemente en España. Hoy, nuestro país es importador de leguminosas: compra en mercados internacionales casi 13 veces más cantidad de legumbres secas de las que vende. Y no es el único caso.
Imagen: Ulrike Leone
Legumbres envasadas en León, pero cultivadas en Estados Unidos; atún enlatado en Coruña, pero procedente del Pacífico Central; o pimientos embotados en Navarra, pero importados de Perú son algunos ejemplos de alimentos cotidianos, saludables, duraderos y baratos que están muy asentados en nuestra cultura gastronómica y que, paradójicamente, representan una importante debilidad alimentaria. El acceso a ellos depende del comercio internacional y está sujeto a huertas y mares que se encuentran lejos.
La dependencia se nota, sobre todo, cuando cambian las condiciones habituales —por ejemplo, durante una epidemia mundial—, cuando las cadenas de producción se resienten y se pone en riesgo la estabilidad de los mercados internacionales. Por eso, en marzo de este año, la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO) aconsejó minimizar las interrupciones logísticas en los países exportadores de productos básicos, otorgar permisos especiales para mover esos productos y considerar al personal portuario como trabajadores esenciales. La idea era mantener los engranajes funcionando como lo habían hecho hasta entonces.
Sin embargo, «los sistemas alimentarios no pueden ser resistentes a crisis como la pandemia de covid-19 si no son sostenibles —subraya la Comisión Europea—. Necesitamos rediseñar nuestros sistemas alimentarios, que hoy representan casi un tercio de las emisiones globales de GEI, consumen grandes cantidades de recursos naturales, dan como resultado la pérdida de biodiversidad e impactos negativos para la salud y no permiten retornos económicos justos y medios de vida para todos los actores, en particular para los productores primarios», abunda.
Los planes de Europa para una alimentación sostenible
La estrategia ‘De la granja a la mesa‘ es un ambicioso proyecto comunitario que tiene por objetivo impulsar la transición hacia un sistema más sostenible, con impacto ambiental neutro, que ayude a mitigar el cambio climático y a revertir la pérdida de biodiversidad. Un sistema que garantice la seguridad alimentaria, la nutrición y la salud pública, y permita que los alimentos sigan siendo asequibles. «La pandemia de covid-19 ha puesto de relieve la importancia de un sistema alimentario sólido y resiliente que funcione en todas las circunstancias y sea capaz de garantizar a los ciudadanos el acceso a un suministro suficiente de alimentos a precios asequibles», expone el documento.
¿Podemos comer sano, barato y de manera sostenible? Para José Miguel Mulet, doctor en química, investigador en el Instituto de Biología Molecular y Celular de Plantas (IBMCP) y director del Máster de Biotecnología Molecular y Celular de Plantas (CSIC-UPV), la idea, en principio, es buena. «Es deseable que este sea uno de los objetivos principales de la UE y, técnicamente, se puede conseguir, pero para ello deben primar los criterios científicos y no los políticos, que es lo que está sucediendo ahora», matiza.
Desde su punto de vista, la ausencia de criterios científicos ahonda en la pérdida de soberanía alimentaria. «La política agraria común ha derivado en que cada vez haya menos agricultura en Europa», dice, y razona: «Si prohíbes o limitas el uso de pesticidas, si no dejas sembrar transgénicos, pero los importas, te volverás dependiente de esas importaciones».
Gemma del Caño, farmacéutica experta en innovación, desarrollo e industria alimentaria, tiene una opinión similar: «Si queremos una agricultura sostenible, con menos fitosanitarios, menos recursos de agua y terreno, tendríamos que recurrir a los transgénicos, y Europa parece que aún no está por la labor de evolucionar, a diferencia de América del Sur, donde esto ya está muy avanzado», expone. En cuanto al método de cultivo, Del Caño es clara: «Hay que evitar que haya dos tipos de agricultura: ecológica o convencional. No hay que hacer distinciones porque da a entender que una es buena y la otra mala, cuando realmente lo que necesitamos es una agricultura sostenible. Lo ecológico no es sostenible, lo convencional no es sostenible».
¿Es sostenible comprar un paquete de garbanzos importados de Estados Unidos o un bote de pimientos asados traídos de Perú? «Evidentemente, no tiene sentido traer pimientos de lejos cuando los tenemos aquí, pero también queremos tener pimientos todo el año y a buen precio. Los consumidores no están dispuestos a quedarse sin ciertos alimentos porque aquí no estén de temporada, y es lógico: nos hemos acostumbrado a tenerlo todo y a buen precio —responde Del Caño—. Así que hay que llegar al equilibrio; priorizar lo que menos huella ecológica deje sin restar al consumidor lo que ya tiene«.
Cambios concretos hacia la sostenibilidad
¿Harán cambios los países para reducir su dependencia de las importaciones y mejorar su capacidad de respuesta a una eventual crisis futura? De momento, según la FAO, las perspectivas no son muy halagüeñas. «Esperamos que la producción de hortalizas sea mucho más local, pero no que haya cambios en los movimientos de alimentos básicos (arroz, maíz), frutas, carnes, que constituyen los alimentos que más se transfieren a nivel mundial», reconoce la institución. Con todo, también expone que sí prevé mejoras en el comercio intrarregional, algo que establecerá cadenas alimentarias más cortas, creará más mercados para los agricultores y mejorará el acceso tanto a insumos (como semillas) como a productos alimenticios.
Los consumidores, por otra parte, también tenemos poder para mejorar esta situación, porque las elecciones que hacemos condicionan la producción de la industria alimentaria. Así, en la medida de nuestras posibilidades, podemos darle prioridad a los productos de proximidad y de temporada, prestar más atención a las etiquetas para saber de dónde proceden los alimentos que compramos y evitar adquirir más de lo necesario para reducir el consecuente despilfarro de comida.
«El fomento del producto local y de temporada tiene que ser potente, pero unido a medidas de desarrollo y unión entre los agricultores locales. Estamos demasiado dispersos y no siempre con acceso a mejoras que aumenten la productividad y logren que se pague un precio justo por los productos y acorde al esfuerzo que se hace», señala Gemma del Caño. El desafío es complejo, pero hay algo que está claro: la pandemia que cambió el modo de comprar y el paisaje de los supermercados también instala el debate de la sostenibilidad y la soberanía alimentaria sobre la mesa de los ciudadanos.