Antes de sumergirnos en este viaje temporal, debemos tener en cuenta que nuestra realidad no es la que existía en 1992. Y no solo porque en aquella fecha España estuviera revolucionada con unos Juegos Olímpicos y una exposición universal. Durante todo este tiempo, ha cambiado notablemente el contexto: nuestros hábitos, gustos, exigencias y, en definitiva, la forma en que nos relacionamos con los alimentos.
Sin duda, uno de los cambios más profundos ha sido el acceso a la información: en la actualidad, casi todo el mundo tiene un teléfono o un ordenador con conexión a Internet, algo que era impensable hace tan solo 30 años. Gracias a ello, hoy en día buena parte de los consumidores están más concienciados e informados y son más exigentes con la alimentación, existe una mayor preocupación por la composición nutricional, la seguridad alimentaria, el impacto ambiental y el bienestar animal.
Otro aspecto que debemos considerar a la hora de desempeñar esta labor de “arqueología alimentaria” es la dificultad para encontrar elementos del pasado que nos permitan hacer comparaciones. No por la escasez de documentos (imágenes, etiquetas o listas de precios), que por fortuna no es un problema insalvable, sino más bien porque la información que ofrecían los envases de aquella época era escasa.
El supermercado de hace 30 años
En 1992 había menos variedad de productos que ahora. Actualmente, existen numerosas versiones de un mismo alimento (sin azúcar, bajo en sal, sin lactosa…); diferentes formatos (tamaños, formas de presentación…); alimentos que no eran comunes en nuestro entorno (mango, yuca, crema de cacahuete…); y, por supuesto, nuevos alimentos que han sido desarrollados en los últimos años.
Tenemos nuevas variedades de vegetales (tomates, manzanas…), alimentos funcionales (yogures enriquecidos, barritas energéticas…), productos con un enfoque saludable (hummus, guacamole, gazpacho…) y también nuevos ultraprocesados, como bebidas energéticas o nuevos tipos de galletas o helados.
Poca información y difícil de leer
En un supermercado de 1992 había menos oferta de productos poco recomendables, así que en cierto modo era más sencillo hacer la compra, porque existían menos distracciones insanas y lo teníamos más fácil para dar con los alimentos saludables, como frutas, verduras o hortalizas.
Eso sí, con los alimentos envasados resultaba mucho más complicado. Para empezar, no había una norma expresa que obligara a que la etiqueta fuera legible, así que a veces era muy difícil de leer. Encontrábamos, por ejemplo, letras demasiado pequeñas, a veces incluso con colores que se confundían con los del fondo.
Afortunadamente, eso cambió en el año 2014, cuando entró en vigor el Reglamento 1169/2011, que fue desarrollado precisamente para mejorar la información que se ofrece al consumidor a través de la etiqueta de los alimentos. En él se indica que deben ser legibles, lo que incluye el tamaño de letra (que debe tener una altura mínima de 1,2 mm, el color y el contraste). A esta dificultad para leer la etiqueta hay que añadir un factor aún más importante: la ausencia de información.
¿Dónde estaba la composición nutricional?
Ahora, cuando hacemos la compra, lo primero que miramos en la etiqueta es la información nutricional para conocer con detalle su composición. Nos hemos familiarizado tanto con ella que parece que lleva toda la vida entre nosotros. Sin embargo, la inclusión de esa información comenzó a ser obligatoria hace muy poco: en diciembre de 2016. Es decir, antes de esa fecha no teníamos forma de saber la cantidad de azúcares, grasas, sal o calorías que aportaba un alimento; así que en 1992 lo teníamos difícil para elegir galletas o cereales de desayuno.
No es que a principios de los noventa no hubiera ningún tipo de información, pero solo era obligatoria en casos concretos, por ejemplo, si se hacía alguna declaración de propiedades nutritivas sobre azúcares, ácidos grasos saturados, fibra o sodio. Pero, por lo general, no era obligatorio y no se mostraba. En cualquier caso, tanto entonces como ahora, la información más importante que deberíamos leer es la lista de ingredientes. En 1992 este era el único elemento objetivo con el que podíamos contar.
Lista de ingredientes: escasa y limitada
Al igual que ahora, en 1992 los ingredientes debían enumerarse en orden, según su peso en el producto, así que eso nos permitía hacernos una vaga idea de la importancia de cada uno de ellos. Pero si comparamos aquellas listas con las de hoy, encontraremos limitaciones.
Ahora es obligatorio especificar la cantidad de un ingrediente si este se destaca de algún modo en el envase; si en un helado de pistacho se muestran imágenes de este fruto seco, debe indicarse la proporción en la que se halla. Pero en 1992 no teníamos forma de saberlo, así que estábamos a ciegas.
¿Grasas animales o vegetales?
Por aquel entonces tampoco podíamos saber con detalle el tipo de grasa que se utilizaba en la formulación de un alimento, porque en la lista de ingredientes solo se indicaba si era animal o vegetal. Esto, que hoy puede resultar chocante, es otro buen ejemplo de cómo ha cambiado nuestra exigencia como consumidores.
Hace unas décadas nos bastaba con saber si la grasa era animal o vegetal, porque asociábamos la primera con implicaciones negativas sobre la salud y la segunda con propiedades saludables. Pero a medida que ha ido pasando el tiempo hemos aprendido que, por ejemplo, no es igual de saludable el aceite de palma que el de girasol, a pesar de que ambos son vegetales.
Es imposible conocer con detalle los aceites y grasas que tenía una palmera de chocolate en 1992. Unos años antes era habitual el uso de aceites refinados de diferentes semillas, como pepita de uva, soja, girasol, algodón o germen de maíz. En la lista de ingredientes solo se mostraba “aceite vegetal”, lo que daba buena imagen al producto.
Pero estos aceites planteaban un inconveniente tecnológico. Como son líquidos a temperatura ambiente, aportan una peor textura y los productos son menos firmes y menos untuosos en la boca. Una posible alternativa hubiera sido sustituirlos por grasas animales, pero como tenían mala fama se optó en muchos casos por otra solución: hidrogenar los aceites vegetales. En pocas palabras, se añadieron átomos de hidrógeno a esos aceites para conseguir que fueran más sólidos a temperatura ambiente. Por eso, muchos de los productos ultraprocesados de 1992 incluían en su lista de ingredientes “grasa vegetal hidrogenada”.
Uno de los problemas de este tipo de grasas es que en el proceso de hidrogenación parcial, es decir, si la hidrogenación no es completa, se generan grasas trans, que son perjudiciales para la salud porque se relacionan con enfermedades cardiovasculares. Por eso las grasas hidrogenadas comenzaron a ganar mala fama y se fueron sustituyendo por otras. La más común fue, sin duda, el aceite de palma, que es un aceite vegetal que cumple esas funciones tecnológicas debido a su composición en grasas saturadas.
Cambios en el tipo de aceite
En 2014 entró en vigor la legislación que obligó a especificar en la etiqueta el tipo de aceite. Ya no bastaba con indicar si era animal o vegetal, sino que había que indicar cuál era. Fue entonces cuando comenzamos a ver aceite de palma por todas partes.
Y la historia se repitió. Se publicaron estudios y artículos que advertían de las implicaciones negativas de este aceite sobre la salud, así que llegaron los recelos. Por este motivo se fue sustituyendo por otros aceites más saludables. Entre ellos, el más habitual es el de girasol alto oleico, que es el que podemos encontrar en muchos de los productos ultraprocesados que se venden hoy.
¿Qué pasa con el azúcar?
Sin duda, el ingrediente que más preocupa en la actualidad es el azúcar, sobre todo cuando se trata de productos ultraprocesados, en los que suele abundar. De hecho, es uno de los datos que primero miramos en la información nutricional. Pero en las galletas que comíamos en 1992 no había forma de saberlo. ¿Tenían más azúcar que ahora?
Nuestro gusto por el sabor dulce depende de varios aspectos, entre los que destacan los hábitos de consumo: si consumimos mucha cantidad de azúcar, nos habituaremos a su sabor y necesitaremos cada vez más cantidad para percibir la misma intensidad de dulce. Como en 1992 consumíamos menos productos ultraprocesados de este tipo y, por lo tanto, menos cantidad de azúcar, podríamos suponer que era necesario utilizar menos azúcar en la formulación de cada uno de ellos.
Siguiendo este razonamiento, es posible que la cantidad haya ido aumentando con los años, a medida que hemos ido aumentando el consumo. Pero no podemos saberlo, así que se trata solo de una elucubración.
Lo que sí sabemos es que en los últimos años muchas empresas han seguido estrategias para mejorar la formulación de sus productos en lo que respecta al contenido de azúcar, dada la mala fama que ha adquirido este ingrediente por sus implicaciones sobre la salud. Así, algunos han optado por reducir su proporción, en línea con las políticas que se vienen impulsando en los últimos años desde la Comisión Europea, que también contemplan la reducción de grasas y sal.
Es una buena estrategia para conseguir que la reducción sea paulatina y conjunta, de modo que nos habituemos a ello sin que nuestro paladar lo note. La pega es que las reducciones que se proponen son muy bajas (del orden del 5 %), así que es posible que no tengan mucho impacto en nuestra salud.
Otra de las acciones que han tomado muchas empresas es el desarrollo de nuevas versiones de productos que, en lugar de azúcar refinado, llevan otros ingredientes que cumplen la misma función endulzante pero que tienen mejor fama, como azúcar moreno, edulcorantes (por ejemplo, estevia) o incluso frutas, como pasta de dátiles. Esta última alternativa podría mejorar la calidad nutricional de un producto ultraprocesado, pero, desde luego, no lo convierte en saludable.
Productos más seguros
Otra de las cuestiones que más nos preocupan como consumidores es la inocuidad de los alimentos. La seguridad alimentaria de hoy es mucho mejor de la que había en 1992. Para hacernos una idea, ni siquiera existían organismos como la Agencia Española de Seguridad Alimentaria y Nutrición (AESAN) ni la Autoridad Europea de Seguridad Alimentaria (EFSA), creadas en 2001 y 2002, respectivamente, y que hoy desempeñan un papel fundamental.
Tampoco existía mucha de la legislación y de los protocolos que hoy son básicos en el control de los alimentos, como el sistema de autocontrol APPCC (Análisis de Peligros y Puntos Críticos de Control). Este sistema comenzó a aplicarse en Europa en 1992, aunque en un primer momento solo en el sector de la pesca.
En el etiquetado también podemos ver algún caso de cómo ha mejorado la seguridad. Desde 2014 es obligatorio destacar la presencia de alérgenos en todos los productos envasados. Se trata de 14 sustancias que pueden causar reacciones adversas en personas alérgicas, como leche, huevos o pescado. De este modo, una persona que sea alérgica a las proteínas de la leche dispone de información para saber si puede comer unas galletas, algo que en 1992 era impensable.
Cambios en los aditivos
Uno de los aspectos relacionados con la seguridad alimentaria que más suele preocuparnos como consumidores es el uso de aditivos. Estas sustancias se someten a controles de forma periódica para conocer su seguridad, de modo que, si plantean alguna duda, se reduce la cantidad permitida o directamente se prohíbe su uso, tal y como ya se ha hecho con algunos aditivos desde 1992; como son el sorbato cálcico (E203), retirado en 2018, o el dióxido de titanio (E171), retirado recientemente.
Dada la desconfianza que generan los aditivos, en los últimos años algunos fabricantes han optado por sustituirlos por otros ingredientes que cumplen la misma función, pero que tienen mejor fama; por ejemplo, emplean pimentón en lugar de colorante rojo allura (E129). Esta práctica se conoce como clean label o “etiqueta limpia”. De todos modos, esto no siempre es fácil, especialmente en productos ultraprocesados, que se caracterizan por contener varios aditivos para lograr muchas de sus características: colorantes, emulgentes, edulcorantes…
¿Eran mejores o peores?
Los ultraprocesados de 1992 eran diferentes a los de ahora.
- En la actualidad, la composición de muchos de ellos es ligeramente mejor: se tiende a emplear menos azúcar, sal y grasas y, además, estas últimas son de mejor calidad, como el aceite de girasol, frente a las grasas vegetales hidrogenadas o al aceite de palma.
- La información que encontramos en la etiqueta también es mejor y más completa: más legible, se indica la información nutricional, el tipo de grasa, la presencia de alérgenos… Eso sí, todavía quedan cosas por mejorar: se podría indicar la cantidad de grasas trans o de azúcares añadidos, tal y como ya se hace en otros países.
- La seguridad alimentaria, por su parte, es mucho mejor: hay más legislación y controles más exhaustivos.
En definitiva, los productos ultraprocesados de hoy son mejores que los de 1992. Esto es debido en buena parte a que, como consumidores, estamos más informados y somos más exigentes. Eso sí, es necesario vigilar la composición nutricional y la lista de ingredientes de estos productos, que en muchas ocasiones deberíamos destinar solo a un consumo ocasional, ya que, en exceso, pueden tener consecuencias en nuestra salud. Esto pone de manifiesto que la información, aunque necesaria, no es suficiente para seguir una dieta saludable.