Los progenitores se preocupan por la alimentación de sus hijos. La aparente falta de apetito o unas ganas de comer insaciables, la negativa a probar bocado, consumir ciertos alimentos y la lentitud en el ritmo de ingesta son las dificultades más comunes. Cada situación responde a unas circunstancias propias de la corta edad de los niños y tiene un abordaje sencillo en la mayoría de los casos, aunque es esencial mantener la calma y no exagerar el problema.
Apetito impredecible
La inestabilidad en el apetito del niño, que un día no quiere comer y al siguiente deja limpio el plato, supone un quebradero de cabeza para progenitores y monitores de comedores escolares. A menudo, incluso, las ganas de comer se relacionan con el estado de ánimo. No obstante, los cambios de apetito en los niños en cortos periodos de tiempo son habituales y, por tanto, previsibles en algún momento de la infancia. Para comprenderlos, basta conocer las variaciones que registran las necesidades calóricas de los pequeños en función de su edad y ritmo de crecimiento.
El apetito de los niños pequeños cambia porque varía su ritmo de crecimiento y, por tanto, sus necesidades energéticas
En los primeros meses de vida, el 35% de las calorías que ingiere un bebé se destinan al crecimiento, creación o ampliación de nuevas estructuras corporales, etc. Con un año, aunque el peso y la talla aumenten, el ritmo de crecimiento es mucho menor y, por tanto, el propio organismo requiere destinar menos calorías a esta función. En 2009, el «Pediatric Nutrition Handbook» (Manual de Nutrición en Pediatría), editado por la Academia Americana de Pediatría, afirmaba que «el apetito del niño puede ser usado como indicador de sus necesidades calóricas». Salvo en raras excepciones, y descartados trastornos o enfermedades infantiles, si un niño no come más es porque no lo necesita. Ahora bien, resulta imprescindible que tenga a su alcance una oferta de alimentos adecuada y racional, sin que coma por cualquier medio sólo los alimentos que más le agraden. Caer en esta postura y mantenerla en el tiempo puede condicionar la conducta del niño y que sea caprichoso con la comida.
Desde el nacimiento y hasta los dos años de vida, las necesidades calóricas de dos niños de la misma edad pueden ser muy diferentes, hasta el punto de duplicarse en uno con respecto al otro, tal y como se puso de manifiesto en un estudio del Centro de Investigación en Nutrición Infantil del Ministerio de Agricultura de Estados Unidos realizado en 2002. Esta evidencia invita a evitar la práctica del «agravio comparativo», tan frecuentes entre progenitores con hijos en edades similares o entre los propios hermanos.
La negativa a probar y a comer
La negativa a probar determinados platos, con la excusa de «no me gusta», es recurrente en los más pequeños alrededor de una mesa. A los padres les preocupa que la alimentación de los menores no se ajuste a las recomendaciones de dieta equilibrada para su edad. Sobre todo, en grupos de alimentos como el pescado, las frutas y las hortalizas. Un documento reciente del European Food Information Council (EUFIC) afirma que, cuando los niños tienen un año y medio o dos, «coincidentes con una mayor autonomía motriz», la neofobia les disuade de probar alimentos que, «de forma atávica, les harían pensar que pueden ser venenosos». Por tanto, es una respuesta innata, por la que no debe catalogarse por sistema a los niños como «malos comedores».
Proponer repetidas veces el alimento rechazado, con naturalidad y sin reproches, aumenta la probabilidad de que el niño lo pruebe
El mismo documento aporta también mensajes tranquilizadores hacia padres y cuidadores. Afirma que el rechazo a probar y las nuevas negativas a aceptar unos alimentos que antes se recibían bien son circunstancias pasajeras, siempre que se aborden con racionalidad. Se recoge como una actitud positiva la repetida exposición del alimento, de forma que se aumenten las probabilidades de que el niño lo termine por aceptar de buen grado. Con este consejo coincide la doctora Marta Garaulet en su libro «Niños, a comer. Evita la obesidad del niño y adolescente», donde explica que pueden ser necesarios hasta diez intentos para que el paladar acepte un nuevo sabor o una nueva textura.
Ahora bien, la paciencia con la comida de los niños ha de ser una constante. Es preciso que cada nuevo ofrecimiento se realice con naturalidad (sin presiones, sin forzar y sin insistir), alternar distintas recetas y presentaciones de los platos, y dejar un tiempo prudencial entre la ingesta de un alimento nuevo y otro.
La presión que ejercen padres y/o educadores con diversas estrategias, como animar al niño a comer “sólo tres cucharadas más”, puede resultar muy útil.
El estudio “Just three more bites” (Sólo tres bocados más), publicado en 2007, puso de relieve que, con este mensaje, el 85% de los cuidadores participantes logró que los niños comieran más que la cantidad que querían en un principio y el 38% consiguió que comieran “notablemente más”.
No obstante, el efecto de animar a comer puede tener consecuencias contraproducentes si el niño tiene buen apetito. El exceso de energía ingerida se puede traducir en más peso para su edad, un problema de acuerdo a las elevadas tasas de obesidad infantil.