Aliñar una carne o un pescado con una salsa mejora la receta, pero conlleva el inconveniente de multiplicar las calorías. Esta traba puede esquivarse si se conocen técnicas sencillas para escoger ingredientes menos grasos y combinaciones sustanciosas, pero más ligeras. La dieta saludable, que se debe completar con ejercicio físico, convierte la alimentación en una aliada indiscutible de la calidad de vida e incluye en su configuración el uso de salsas, aunque con moderación. Las salsas calóricas se consumen de manera muy ocasional y las no calóricas, de manera poco habitual. Esto debe ser así no solo por razones de peso. Las salsas potencian algunas características y ocultan otras, por lo que su abuso conduce a perder el indicador de los sabores. Sucede con el ketchup, ya que si se explota su uso se maleduca el paladar, sobre todo, el de los más pequeños. Otra razón para recurrir a las salsas solo en ocasiones es que provocan digestiones más pesadas, por lo que conviene limitarlas a las comidas del mediodía o a cenas tempranas si no se quiere correr el riesgo de dormir mal.
Una salsa calórica
Una salsa se considera calórica debido a los ingredientes y a su cantidad, mucho más que a la preparación y al consumo de pan
Para identificar una salsa ligera, el primer paso es tomar conciencia de qué convierte en calórica a una salsa. La razón está en los ingredientes y en su cantidad, mucho más que en la preparación y, por supuesto, en el consumo de pan. Se necesitan 40 g de mantequilla para añadirlos a la harina y preparar una bechamel, lo que reporta 300 Kcal y 33 g de grasa. La mantequilla es también el emulsor, junto con las yemas de huevo, de la salsa holandesa, la salsa velouté y la bearnesa.
Para una salsa de queso azul son necesarios 100 gramos, que suponen 344 Kcal y 30 g de grasa. Si gusta su sabor, es difícil resistirse a echarse solo una o dos cucharas rasas y se termina por comer más salsa de la cuenta. Con las salsas tipo mayonesa, salsa rosa u otras interpretaciones que requieren abundante aceite para su elaboración ocurre algo similar: se disparan las calorías. Una cucharada sopera de mayonesa (20-30 g de salsa) suma unas 200 calorías al plato. Sabido esto, no hay que renunciar a las salsas por sistema porque se puede aprender a aprovechar sus ventajas y reducir sus inconvenientes.
Una salsa no calórica
Las salsas aportan un toque de distinción a la receta, potencian el guiso, pero se deben reducir o sustituir los ingredientes grasos por otros
El toque sabroso que le otorga una salsa a una ración de carne o de pescado es indudable. Si al chicharro se le adorna con un chorrito de aceite de oliva virgen y unos ajos picados, o a las pechugas de pollo se les añade un poco de perejil y zumo de limón, está rico y, sin duda, es saludable. Pero además, otro día puede optarse por un acompañamiento más contundente y una preparación que incluya salsas. Salsas ligeras, que también las hay, si bien la cantidad que se debe añadir es importante, porque nada hacemos al reducir o sustituir los ingredientes grasos por otros, si no se tiene medida con las cucharadas. Hay que dotar de un toque a la receta, potenciar el guiso pero no cargarlo de grasa, para lo cual se destierran las natas, las mantequillas y las grandes cantidades de aceite, muy útiles para ligar las salsas, pero culpables del poder calórico.
Una salsa de romesco cuenta en su composición, ante todo, con hortalizas, lo que garantiza ingesta de vitaminas, minerales y fibra. Los piñones o las almendras tostadas aportan grasas, la gran mayoría insaturadas. No obstante, con moderación, esta salsa no entra en conflicto con una dieta equilibrada, más cuando el romesco realza, sobre todo, pescados a la plancha, preparaciones poco calóricas. Es el caso de la perca con romesco o los mejillones con romesco. Además, esta salsa roja -que como sucede con la salsa vizcaína no le debe el color al tomate- acompaña muy bien a los muslos de pollo a la plancha o al conejo asado, aunque sea más típico utilizar para carnes magras la salsa cazadora, también interesante. Innovar en la cocina es divertido. La salsa española con unas hamburguesas a la brasa o unas costillas de cerdo es un clásico, pero con la salsa agridulce o china se puede aportar un toque oriental al solomillo de cerdo asado al horno o entender por qué los ingleses adoran su rosbif, que conservan frío en la nevera y calientan tan solo con una cucharada de salsa.
Los romanos ya añadían salsas a sus platos, más allá de aliñar con sal, de donde proviene la palabra. Sin embargo, fueron los franceses quienes las elevaron a categoría de ingrediente fundamental. Todavía hoy se conserva la clasificación de las salsas básicas que elaboró Auguste Escoffier, un cocinero ilustre de finales del siglo XIX.
La de tomate, la de caldo de carne o española, la de huevo y aceite de oliva o mayonesa, su versión holandesa (que cambia el aceite por la mantequilla), la velouté de fumet o caldo claro y la bechamel de harina y leche. Todas estas salsas supusieron el hilo conductor de los fogones, si bien la “nueva cocina” de mediados del siglo XX las desterró, sobre todo, las que precisaban de harina para su ligación. Hoy en día, las salsas retoman su espacio en las recetas bajo la advertencia de que su uso sea ocasional y, a poder ser, en versión ligera.