Comer rápido se relaciona con un mayor peso corporal. Y viceversa, comer despacio se asocia con un menor Índice de Masa Corporal (IMC), un concepto que se amplió en el artículo ‘Subir de peso, ¿cuándo empezar a preocuparse?‘. ¿Por qué sucede esto? ¿Son las personas con obesidad más proclives a comer rápido o, por el contrario, comer rápido contribuye a la obesidad? Hay que estar seguros de qué es causa y qué es efecto. Por eso, cada vez más investigaciones abordan esta cuestión. Mientras tanto, vale la pena ser conscientes de cinco razones para no comer deprisa, ampliadas en el presente texto.
Sabemos que comer rápido de forma habitual no es saludable, pero no hay respuestas contundentes a por qué sucede esto, tal y como detallaron Danielle Ferriday y sus colaboradores en diciembre de 2015 en la revista Physiological Behavior. Sea como fuere, se pueden apuntar cinco motivos por los que vale la pena evitar tener por costumbre comer a toda velocidad.
1. Comer sin pensar
De igual manera que muchas personas hablan sin pensar, tantas otras comen sin pensar. Y ninguna de las dos es recomendable. Comer rápido no permite que pensemos lo suficiente en qué estamos comiendo. Y pensar lo que comemos es tan importante como pensar lo que decimos. Tal y como detalló el catedrático de Nutrición y Bromatología de la Universidad Rovira i Virgili, Jordi Salas, en una entrevista concedida a EROSKI CONSUMER, «vamos muy rápido en todo, sin planificación alguna y, al final, en un entorno como el que tenemos, en el que destaca sobre todo la alta disponibilidad de alimentos gustosos pero poco saludables, nuestra dieta se vuelve desequilibrada».
Tomar conciencia de nuestra dieta es importante por motivos que pueden ir más allá de la propia salud, como el impacto medioambiental de nuestras decisiones alimentarias o como el efecto que ejerce sobre los demás. Esto último quedó patente en una investigación recogida en agosto de 2015 en la revista Appetite, que mostró que los bebés que toman biberones de manos de una madre distraída (que no presta atención al niño, sino a otras cosas, como su teléfono móvil) consumen más cantidad de leche. Estas mujeres, además, eran menos proclives a entender cuándo su hijo estaba saciado. Todo ello puede contribuir, a largo plazo, a unas mayores tasas de obesidad infantil.
Ferriday y sus colaboradores añaden que es posible que esta distracción influya de forma negativa sobre la «memoria episódica«. Así, comer rápido puede hacer que olvidemos, de manera inconsciente, qué hemos ingerido, algo fundamental para seguir una dieta equilibrada. Una estrategia para evitar comer sin pensar es hacerlo lejos de los videojuegos, lejos del ordenador y, desde luego, lejos de la televisión.
Una investigación recién publicada por Wilkinson y sus colaboradores (febrero de 2016) agrega que no basta solo con pensar en lo que comemos, sino que conviene no olvidarnos de «mirar lo que comemos«.
2. Comer más
Pensar (y mirar) lo que comemos se relaciona con la saciedad, un mecanismo que no es en absoluto sencillo. A modo de ejemplo, Robinson y sus colaboradores detallaron en 2013 en la revista American Journal of Clinical Nutrition que el mero hecho de pensar que en la anterior comida hemos tomado alimentos saciantes se relaciona con una inhibición en la ingesta en la siguiente comida.
Mejor establecido está, en todo caso, que comer rápido afecta de forma negativa al mecanismo de la saciedad. En 2014, un estudio también coordinado por Robinson (revisión sistemática de la literatura científica) indicó que «una tasa más lenta de alimentación se asoció con un menor consumo de energía en comparación con una tasa más rápida de alimentación». Es decir, cuando comemos rápido es muy probable que comamos más.
3. Ganar peso
De lo explicado hasta ahora se puede deducir que no solo el tamaño de la ración condiciona lo que comemos, tal y como se abordó en esta publicación en octubre de 2015, sino que también lo hace la velocidad a la que ingerimos. Y ambos factores nos hacen proclives a ganar peso, aunque todo dependerá de la frecuencia con la que consumamos grandes raciones de alimentos y comamos deprisa.
Robinson y sus colaboradores explicaron en su estudio de 2014 que comer a gran velocidad podría ser un factor más de los que contribuyen a la ganancia de peso y a la obesidad. Y, por ello, son partidarios de considerar la reducción de la velocidad a la que comemos como «una intervención efectiva para disminuir el consumo de energía como parte de las estrategias de comportamiento para prevenir y tratar la obesidad».
4. Perder salud
Comer a toda velocidad puede hacer que nos alimentemos peor (por una mala selección de los productos disponibles) y que ganemos peso. Ambos factores pueden deteriorar nuestra salud a largo plazo. Una mala alimentación es un factor clave en el desarrollo de las llamadas enfermedades no transmisibles, responsables de la mayor parte de las muertes prevenibles en nuestra sociedad. La obesidad, por su parte, también aumenta el riesgo de dichas enfermedades, además de suponer una de las principales cargas económicas en los países desarrollados. Hoy por hoy, el gasto que implica abordar la obesidad asciende a entre un 2% y un 20% del presupuesto sanitario.
5. Dar mal ejemplo
Cuando comemos rápido estamos transmitiendo un mal modelo a nuestros hijos, que nos toman como referentes a seguir. De ahí que a los consabidos consejos de predicar con el ejemplo en la mesa (sea con nuestros modales o, también, con el seguimiento habitual de una dieta saludable), de apagar la televisión y de respetar las sensaciones de hambre y saciedad de los niños, no está de más añadir otra recomendación: comer sin prisas. Nos permitirá disfrutar no solo de la comida, sino también de la impagable compañía de nuestra familia.