César Nombela es catedrático de Microbiología por la Universidad Complutense de Madrid (UCM). Ha sido miembro del Comité de Alimentación Humana de la UE y presidente del Consejo Superior de Investigaciones Científicas (CSIC). Actualmente preside el Comité Asesor de Ética para la Ciencia y la Tecnología y dirige una cátedra extraordinaria de genómica y proteómica en la UCM.
César Nombela, presidente del Comité Asesor de Ética para la Ciencia y la Técnica, considera que la industrialización de los alimentos, así como su distribución en un mercado cada vez más global, exige una mayor atención a los «puntos críticos» del sistema. Sólo de este modo, advierte, podrá actuarse con mayor eficacia en la prevención del riesgo y con mayor eficacia ante emergencias alimentarias. La recientemente creada Agencia Española de Seguridad Alimentaria podría desempeñar un papel clave ‘siempre que no se burocratice en exceso’.
Hay nuevos retos pero no necesariamente hay nuevos o mayores riesgos. Lo que yo diría es que son distintos.
La alimentación se basa cada vez más en productos industrializados. Esa es la gran transformación. No sólo porque el problema que pueda presentarse en un lote alcanza un mayor número de personas y en un área geográfica más grande, sino porque este mismo proceso industrial genera desconocimiento en el consumidor respecto de los pasos y de los controles que ha seguido cualquier alimento. Eso provoca dudas y una mayor susceptibilidad.‘Tras surgir la crisis de las vacas locas en Gran Bretaña, hubiéramos tenido que ser más diligentes en Espana’
La globalización en el sector alimentario también es un fenómeno real. A ella hay que atribuir una nueva competencia científica y económica que, al menos en teoría, debería beneficiar a todos. Pero habría que apoyarse más en la ciencia.Hay otras experiencias que, como la que se ha impuesto en el sector farmacéutico, donde es impensable que salga al mercado un producto que no esté debidamente acreditado, tendrían que tenerse en cuenta. Algo habría que inventar para que nuevos alimentos o sistemas de producción estuvieran bajo un control estricto.
‘La biotecnología se ha demonizado en exceso con un debate más propio del siglo pasado que del actual’
Algo de eso hay. La prueba es lo que está ocurriendo con los alimentos transgénicos o los nutracéuticos, a los que alguien se empeña en presentar como más misteriosos de lo que son. En cualquier caso, la comunicación es esencial.Por ejemplo, cuando se presentó el salmón transgénico en Noruega, un salmón al que se había añadido una hormona de crecimiento que correspondía a una secuencia de un gen humano, se quiso ocultar deliberadamente el resultado. A las pocas horas de su presentación trascendió la manipulación genética dando pábulo a mil y una interpretaciones erróneas o malintencionadas. Se cometieron tal cantidad de torpezas tal cantidad de torpezas que el resultado fue el opuesto al perseguido. Hay que abogar por el sentido común y entender que ciertos cambios igual no son aceptables.
En España tenemos el dudoso honor de haber encarado una emergencia sanitaria, la del aceite tóxico, con poca eficacia en sus fases iniciales. Recuerdo como en mayo de 1981 iban declarándose casos y muertes en hospitales que, en un principio, se atribuyeron a un agente infeccioso, un micoplasma, cuando en realidad, como se vio luego, no era así. Ese primer periodo debería haber sido clave esclarecer las causas y controlar sus efectos rápidamente. No sólo no ocurrió eso sino que estuvo bastante tiempo abierta la distribución de aceite tóxico.
El problema de las encefalopatías espongiformes transmisibles (EET) tiene una dimensión europea. Pero efectivamente, los pasos que se han dado no han sido siempre lo más adecuados en cada momento. Cuando el asunto adquirió dimensiones epidémicas, el gobierno británico todavía era reacio a admitir ni tan siquiera riesgos para la salud humana.
Como miembro del Comité Científico de Alimentación Humana de la Comisión Europea (de 1995 a 1998), recuerdo que en septiembre de 1995 se nos somete un informe en el que, de forma poco menos que tajante, se señala que las EET son un problema grave para el ganado vacuno pero sin apenas trascendencia para salud humana. El gobierno británico, en consecuencia, se comprometió a un seguimiento epidemiológico de la enfermedad de Creutzfeld Jacob y posibles variantes. Pocos meses después, en febrero de 1996, se notificaron los primeros casos humanos de la nueva variante y se estableció su origen en un prión claramente de origen vacuno.
La situación revelaba que una tecnología desaforadamente recicladora de ciertos residuos para alimentación animal había conducido a un problema que por la propia naturaleza de los priones había sido difícil de anticipar. No obstante, no se atajaron los puntos críticos en la cadena de producción y eso se tradujo en la extensión del problema sanitario, pero también con graves consecuencias económicas.
Está claro que, en función del conocimiento científico en cuestiones alimentarias, uno debería, y se puede ser, más exigente y riguroso. Más demandantes de un principio de precaución. Nos lo demuestra no sólo el caso del prión, sino también la presencia de compuestos químicos que, por acumulación, pueden acabar provocando problemas de toxicidad u oncogénicos. Hay muchas razones para ser más diligentes. Lo que pasa es que hay intereses económicos de por medio. Y no es de extrañar que las autoridades con frecuencia reaccionen ante ciertos riesgos pensando que es más bien remoto y que hay que ser más optimista pensando que no va a tener trascendencia. Volviendo a las vacas locas, estaba claro en 1997 que el problema en Gran Bretaña había sido explosivo y que podía alcanzar a otros países. Pero en España todavía no se había detectado ningún caso. Hubiera sido bueno valorar la situación del entorno y asegurar mayores precauciones. Quizás por no ser lo suficientemente rigurosos acabamos padeciendo el problema.
Es difícil precisarlo. En cualquier caso, y eso es algo que los científicos venimos propugnando, las normas, la gestión pública o las leyes, deberían tener una mayor apoyatura en una ciencia sólidamente construida. Eso es esencial tanto para la gestión como para articular mejor una respuesta cuando surge un riesgo. Suele dar muy poco resultado que las propias autoridades políticas salgan a decir que no lo hay. A veces genera el efecto inverso, de desconfianza. Articular bien una respuesta tranquiliza más a la opinión pública. En el caso de las vacas locas, por ejemplo, la UE debería ofrecer datos precisos de evolución de la enfermedad. Estamos pasando épocas cruciales para saber si el número de casos va a llegar a miles o si se va a quedar en los límites actuales. Es decir, es más efectivo que expertos aclaren cual es el riesgo y su alcance real que no una valoración política de la que se deduzca que no pasa nada. Por otra parte, una mala alarma puede arruinar a un sector o movilizar inadecuadamente a la sociedad. Hay que buscar el mejor de los equilibrios posible.
Es un ejemplo ilustrativo de lo que ocurre cuando no hay una voz científica rigurosa y serena capaz de transmitir la información. Entonces nos vamos de un extremo a otro. Un responsable político puede pecar de laxo o de lo contrario y generar una alarma. No digo que fuera ese el caso, pero sí que es necesario encontrar el punto de equilibrio. En nuestro entorno mediterráneo disponemos de una dieta que, aunque se vaya perdiendo para determinados sectores de población, es de las más sanas que existen. Hay posibilidades de profundizar en aquellos aspectos que contribuyen a la salud o a una prolongación de la expectativa de vida. Hay que emplear el potencial científico para mejorar las cosas, pero hay que saber valorar lo que ya existe. El sentido común, en alimentación y nutrición, es fundamental.
Tal vez, pero veamos qué está pasando con el genoma. Gracias a él estamos viendo que hay una base genética que indica una predisposición a una multitud de enfermedades, pero también que si no hay un factor ambiental que active esos genes la patología puede llegar a evitarse o a controlarse mejor. De algún modo, la medicina genómica nos está diciendo que el ambiente es importantísimo y que éste es un valor esencial en la prevención.
Es una forma de demonizar la biotecnología. No se puede hablar, por ejemplo, de alimentos transgénicos como algo rechazable por principio. Las posibilidades de la biotecnología hay que asumirlas ya que, en muchos casos, pueden contribuir a la mejora de la producción o de las características nutricionales. Si de ahí se infiere una dimensión económica o mayores o menores ventajas para productores y consumidores, debería reflejarse en un mercado en el que existieran las regulaciones adecuadas para asegurar que el producto ni es nocivo ni tiene un impacto ambiental.
La mejor manera es no caer en la tentación de entablar debates propios del siglo XIX. Aquellos en los que cuando una parte proponía una mejora social o científica, la parte opuesta, por serlo, la negaba por principio. Los priones no son ni de izquierdas ni de derechas, sino algo que nos concierne a todos. Lo mismo pasa con los transgénicos o con otros debates de calado social. Las instituciones científicas deben recorrer este camino e implicarse. Y la sociedad, por su parte, debe saber que el riesgo cero no existe. Hace falta una aproximación global a la seguridad alimentaria que plantee todo, desde los efectos de contaminantes químicos y biológicos a corto y largo plazo, hasta lo que puede ser el impacto en el desarrollo de enfermedades y las posibilidades de prevenirlas.
La Agencia de Seguridad Alimentaria, recientemente aprobada, corre el riesgo, según César Nombela, de “burocratizarse en exceso”. Visto el reglamento, señala, “todo indica que va a ser un organismo que va a precisar de gestores muy decididos y comprometidos”, capacidades a las que el experto añade como necesaria “mucha autoridad científica” para manejar con eficacia todo lo que refiera a seguridad alimentaria. Tanto en la gestión del día a día como en la de emergencias.
“La Agencia de Seguridad Alimentaria debe contar con alguien que dé la cara y que asuma la autoridad cuando sea necesario”
Nombela ve en la estructura predefinida “muchísimos comités integrados por muchísimas personas”. No vislumbra, en cambio, una figura con la suficiente capacidad ejecutiva que pueda asegurar una rápida intervención. “Espero que el diseño y el funcionamiento lo eviten”, añade, “pero a tenor de lo publicado ese peligro existe”. Una forma de subsanarlo sería “designar personas con prestigio y capacidad suficientes”. Algo así como un director ejecutivo.
“Hay que pedir que los gestores acierten en articular la Agencia con la mayor eficacia y que no se pierda efectividad por un excesivo número de comités”, dice. Y si se detecta que no funciona o que no es suficientemente ágil, “cambiar lo que no funcione”.La Agencia, opina, es “la mejor herramienta” para que sucesos como el del aceite tóxico o el de las vacas locas puedan prevenirse mejor o, en el peor de los casos, puedan minimizarse sus efectos. Pero para ello, insiste, debe haber una autoridad encargada, alguien “que dé la cara” y que responda con argumentos científicos. Alguien que, por otra parte, sea capaz de “proyectar a las administraciones” respuestas que ayuden a tomar decisiones de carácter ejecutivo y, llegado el caso, legislativo.La figura que propone Nombela guarda paralelismo con la que él mismo ejerció como presidente del Consejo Superior de Investigaciones Científicas (CSIC) durante el desastre ecológico de Doñana. El papel que ejerció la cúpula del CSIC fue, a su entender, clave para el inicio inmediato de evaluaciones científicas que delimitaran riesgos reales y futuros, así como para mantener informada a la sociedad. La experiencia vivida por el propio investigador durante el síndrome del aceite tóxico, fue clave para que decidiera actuar de esta forma.