Los lácteos, como cualquier otro grupo de alimentos, pueden congelarse, además de refrigerarse. Para asegurar que este proceso se lleva a cabo en condiciones seguras, antes tienen que cumplirse dos condiciones: los productos deben ser de calidad, es decir, sin patógenos, y no han de exponerse a alteraciones durante la manipulación previa. Utilizar el envase adecuado y descongelar el alimento con prácticas correctas forma parte de un proceso que minimiza posibles alteraciones en el producto final.
La leche que se consume en el domicilio está exenta de patógenos y se considera un producto de calidad y seguro. Pero si está contaminada, bien por mala conservación o porque sobrepasa la fecha de caducidad indicada en el etiquetado, después de la congelación permanecerá contaminada porque este proceso no elimina los patógenos, sólo los mantiene en letargo. Debe tenerse en cuenta también que congelarla supone alterar algunas de sus propiedades, en especial la grasa, que puede llegar a coagularse y, por tanto, modificar la apariencia, sobre todo, de la leche entera.
Mantequilla y queso
El queso fresco no debe congelarse porque su elevada cantidad de agua reduce buena parte de sus cualidades
La mantequilla o la margarina se congelan en su propio envase o, en su defecto, envueltas en papel de aluminio. Para hacerlo con seguridad, hay que tener en cuenta la composición: las saladas se conservan en el congelador entre uno y tres meses, mientras que el resto aguantan unos seis meses. El queso puede congelarse también en distintos formatos. El rallado se guarda en bolsas de plástico durante unos ocho meses.
Para el queso entero hay excepciones. Si es fresco, no debe congelarse ya que tiene una elevada cantidad de agua y se pueden perder importantes propiedades organolépticas. El resto pueden congelarse sin inconveniente, siempre y cuando estén envasados de forma correcta con un envoltorio. Los quesos en crema también admiten bajas temperaturas para aumentar su conservación, duran unos seis meses, en envases con cierre hermético.
Efectos del frío en la leche
La refrigeración es uno de los métodos más habituales para la conservación de los alimentos. Su aplicación no implica la desaparición de los microorganismos patógenos, sino que retrasa su proliferación. De ahí que sea tan importante el tratamiento de los alimentos después de este proceso, ya que su actividad microbiana reaparece. Mantener la leche a bajas temperaturas durante la producción es garantía de seguridad microbiana y de una reducción de las alteraciones más graves en su futuro procesado.
Cuando se somete a bajas temperaturas, sin embargo, las moléculas de grasa, las proteínas y los azúcares pueden alterarse. Es posible la cristalización de los triglicéridos y una deformación del glóbulo de grasa. Si el enfriamiento se realiza de manera rápida, los cristales que se forman son pequeños y, por tanto, no alteran demasiado la estructura; por el contrario, si el enfriamiento es lento (a partir de 20 minutos), se forman cristales de gran tamaño que pueden causar daños en la membrana del glóbulo de grasa y se desencadenan importantes alteraciones, como la formación de grasa libre que impide el normal procesado de la leche. Un ejemplo es la posible alteración de la nata cuando se bate para elaborar mantequilla.
Por debajo de la temperatura de refrigeración, además, la leche aumenta su tamaño y el envase se puede romper. Éste puede ser el original si no se ha abierto o, en caso contrario, uno con cierre, como un recipiente de plástico resistente y con tapa. La leche se mantiene en el congelador en buen estado unos seis meses; la condensada y la pasteurizada, en cambio, no sobrepasan en buenas condiciones los tres meses.
La refrigeración de la leche también altera la flora bacteriana. Las bajas temperaturas favorecen el crecimiento de bacterias psicotrofas, capaces de multiplicarse a una temperatura de 7ºC y que están presentes en la leche en una baja concentración (5%), pero que aumentan tras mantenerla a 4ºC durante un día y pueden llegar a ser las dominantes.
La cantidad de gérmenes en la leche dependerá de su presencia antes de enfriarla, del tiempo y de la temperatura de conservación. Muchos microorganismos generan enzimas con una gran capacidad de resistencia a las bajas temperaturas. Estas enzimas pueden causar alteraciones organolépticas indeseables en la nata y en la mantequilla, así como una gelificación de la leche que limita la posibilidad de prolongar su periodo de comercialización.
Igual de importante es el momento de la descongelación que, como el resto de alimentos, debe hacerse de manera progresiva y evitar el cambio brusco de temperatura, un factor que provoca la rápida multiplicación de patógenos. Una de las mejores formas de hacerlo es pasar del congelador al refrigerador y aumentar la temperatura de forma paulatina.
Los productos lácteos de calidad son nutritivos, duraderos y siempre seguros para el consumidor. La calidad microbiológica es una propiedad dinámica, es decir, puede variar. La flora bacteriana inicial dista mucho de la definitiva. Este término aplicado a un producto lácteo es complejo, la dificultad de su control y las consecuencias de una mala praxis suponen, en ocasiones, graves problemas. Una vez procesada la leche, tanto si se destina al consumo directo como para materia prima que se usará para elaborar otros alimentos, se considera que ha alcanzado la calidad comercial, es decir, que es apta para el consumo.