Los motivos por los que las personas mayores dejan de comer son varios. Para Isabel Hernández, jefa de la Unidad de Diagnóstico del Instituto Catalán de Neurociencias Aplicadas de Barcelona, existe un componente depresivo importante que explicaría esta pérdida de interés por la alimentación. A este factor deben añadirse otros aspectos como una excesiva simplificación de la rutina cotidiana o las pérdidas sensoriales en el gusto y el olfato.
Con motivo de la Semana Mundial del Cerebro, que se ha celebrado en Barcelona del 13 al 19 de marzo bajo el lema ‘Conéctate’, Isabel Hernández, del Instituto Catalán de Neurociencias Aplicadas de Barcelona, pronunció una conferencia a propósito del cerebro y de la alimentación. La edad media de los asistentes sobrepasaba el punto de corte de la jubilación, algo que Hernández celebró ya que está especializada precisamente en la tercera edad. La experta explica cuáles son los factores y los motivos por los que las personas mayores dejan de comer.
Es un error extendido. Los trastornos de conducta alimenticia son muy comunes en la población de la tercera edad, pero suelen pasar desapercibidos.
Antes habría que descartar un catálogo importante de trastornos somáticos y, por lo menos, acondicionar el entorno del anciano de forma que pueda tomar parte en acontecimientos lúdicos y sociales algo estimulantes, y conseguir que esté siempre bien comunicado.
Aun cuando la intervención familiar o social pueden hacer mucho a favor del anciano, no hay que olvidar que el metabolismo cerebral disminuye un 25% a partir de los 75 años, creando la antesala de un deterioro cognitivo con reducción de neurotransmisores, disminución de capacidad de concentración y una insidiosa tendencia depresiva.
No hay que alarmarse. Puede que se trate de una pérdida de memoria reversible, por alguna intoxicación por fármacos, reacción neuralérgica, trastornos emocionales o metabólicos transitorios, disminución sensorial, aparición de tumores, infecciones o aterosclerosis, entre otros.
«A menudo se rebaja el aporte proteico en los ancianos sin tener en cuenta que las proteínas de origen animal son necesarias para la síntesis de neurotransmisores»
Por ejemplo, una atrofia del bulbo olfatorio con disminución de percepción de olores, pérdida de papilas gustativas en lengua y paladar, disminución de la salivación, dificultad de masticar. Nada que no pueda solucionarse potenciando el aroma de los alimentos y modificando texturas. Una buena comida también seduce por la vista.
Pueden surgir alteraciones mecánicas y neurálgicas. Las primeras obedecen a problemas dentales y periodontales, articulaciones afectadas por subluxaciones o artrosis temporo-mandibular; el anciano reacciona con movimientos anormales bucolinguales. Puede subyacer también una neuralgia del trigémino, glosofaríngeo, una polimialgia reumática o arteritis de células grandes.
A nivel de la corteza cerebral pueden aparecer apraxia bucolingual, síndrome biopercular (característico de las demencias frontales) y trastornos visoespaciales. A nivel subcortical pueden cursar una disfagia por parálisis facio-linguo-faringomasticatoria,
síndrome pseudobulbar (en demencias multiinfárticas y enfermedad de Briswanguer) o síndrome de Wallenberg. Por último, a nivel periférico vegetativo, puede darse una disminución del peristaltismo esofágico y del vaciamiento gástrico (muy típico en la enfermedad de Parkinson).
De hecho, pruebas de neuroimagen (SPECT) nos permiten apreciar el grado de actividad del cerebro a partir del consumo de glucosa. Donde menos glucosa se consume, menor actividad cerebral.
Les encanta, casi al límite de la adicción; pero es más por el placer que sienten con su gusto pronunciado que por la necesidad real de glucosa.
Datos epidemiológicos avalan que entre los diabéticos el riesgo de demencia senil es mayor, debido fundamentalmente al componente cardiovascular. El riesgo de microinfartos en vasos cerebrales es más elevado.
Aquella, como en las demás etapas del desarrollo, que permita al organismo servirse de los nutrientes ingeridos para mantener un estado funcional óptimo. En esa franja de edad hablaríamos de dieta equilibrada con un 50-60% de las calorías consumidas en forma de hidratos de carbono, 25-30% grasas y 12-15% proteínas.
Si en adultos se estima un aporte normal de 2.400 en hombres y 2.000 en mujeres, para los ancianos se reduce el requerimiento a 2.000 y 1.700, respectivamente.
El anciano tiene una salud muchas veces comprometida por la administración de fármacos que pueden causar vómitos, irritación gástrica o estreñimiento. Demasiadas veces son enfermos con una polifarmacia no controlada. Conviene estar alerta.
Hay que averiguar qué tipo de enfermedades crónicas padece, si hay insuficiencia cardiaca o renal, enfermedades gastrointestinales o periodontales, deterioro de gusto y olfato. Otros factores de riesgo son el bajo nivel socioeconómico, la debilidad física, el aislamiento, el recurso habitual de comidas preelaboradas con un contenido en grasas o sal demasiado elevado, los estados depresivos y las enfermedades degenerativas propias del sistema nervioso, sobre todo las demencias.
A menudo se rebaja el aporte proteico en las dietas de los ancianos, olvidando que las proteínas de origen animal son necesarias para la síntesis de neurotransmisores. El triptófano de los lácteos, por ejemplo, propicia la síntesis de serotonina, y niveles bajos de serotonina predisponen a la depresión. Igualmente, noradrenalina y dopamina intervienen en los circuitos cerebrales como garantes de las funciones de memoria, concentración, aprendizaje y creatividad; su fuente natural son carnes y pescados. Además, para fijar la memoria se requiere vitamina B1, principal productora de acetilcolina y que abunda en los cereales.
En la fase leve predomina un olvido de algunas rutinas. No tiene por qué surgir ninguna descompensación, pero hay que prestar una atención especial a la hidratación. Más aún en las fases más graves, por la pérdida electrolítica (sodio, potasio y calcio) que acarrea no beber agua. En la fase moderada aparecen trastornos de conducta alimenticia, pero no es hasta la fase grave de la demencia que el enfermo se ve incapacitado para alimentarse por sí mismo.
La cosa va de neurología y alimentación. En el libro El hombre que confundió a su mujer con un sombrero, del neurólogo y escritor Oliver Sacks, se analizan algunas anécdotas reales experimentadas junto a sus pacientes. En una de ellas, que corresponde al capítulo titulado «La dama desencarnada», Sacks explica la historia de Cristina, una mujer que había llevado siempre una vida activa y no había estado enferma prácticamente nunca. A raíz de un acceso de dolor abdominal, se descubrió que tenía piedras en la vesícula y se aconsejó su extirpación. Ingresó en el hospital tres días antes de la fecha de la operación y se la sometió a un régimen de antibióticos como profilaxis microbiana. Era simple rutina, una precaución, y no se esperaba complicación alguna.
A pesar de ser poco dada a sueños o fantasías, el día antes de la intervención Cristina tuvo un sueño inquietante. Se tambaleaba aparatosamente, en el sueño, y no era capaz de sostenerse en pie; apenas sentía el suelo, apenas tenía sensibilidad en las manos, notaba sacudidas constantes y todo lo que cogía caía siempre por su peso. El sueño le produjo un gran desasosiego, pero el psiquiatra de turno calificó el incidente como una «angustia preoperatoria perfectamente normal». Lo malo fue que su pesadilla se hizo realidad. Cristina se encontró tras la anestesia con que era incapaz de mantenerse en pie, sus movimientos eran torpes e involuntarios, se le caían siempre las cosas de las manos. Cuando extendía una mano para coger algo, o intentaba llevarse los alimentos a la boca, las manos se equivocaban, se quedaban cortas o se desviaban descabelladamente. «Ha sucedido algo horrible -balbucía-. No siento el cuerpo. Me siento rara, desencarnada».
El doctor H.H. Schaumburg, que fue el primero en describir aquel misterioso síndrome, identificó con posterioridad más casos de neuropatías sensoriales graves, «desencarnadas». La mayoría, puso de relieve, eran «maniáticos de la salud, víctimas de la moda de las megavitaminas que habían ingerido cantidades enormes de vitamina B6 (piridoxina)». El cuadro es grave cuando se cronifica, pero Schaumburg asegura que los enfermos «suelen mejorar en cuanto dejan de envenenarse con piridoxina».