Imaginemos por un momento que tenemos 18 años y vamos a estudiar a otra ciudad, a vivir de alquiler junto con otros compañeros de la misma edad que, como nosotros, no han pisado una cocina en la vida. ¿Qué podría salir mal? Hace unos días, las redes sociales se llenaron de imágenes de desastres alimentarios acontecidos en pisos de estudiantes. Toda una colección de horrores que ha causado repulsión y risas a partes iguales: huevos verdes, fresas con melena, lentejas con insectos, pizzas carbonizadas… El catálogo puede sonar tan terroríficamente divertido como una película de serie Z, salvo por un “pequeño” detalle: las implicaciones que algunos de esos alimentos (y de ciertas prácticas) pueden tener sobre la salud, algo que todavía muchas personas desconocen, en especial cuando no están familiarizadas con la alimentación. En las siguientes líneas explicamos las más comunes y damos algunas recomendaciones básicas al respecto.
Fresas, tomates… con melena
Uno de los problemas más recurrentes en los pisos de estudiantes —y en muchos otros—, o al menos uno de los que más llaman la atención, es la aparición de moho en alimentos que se dejan olvidados en diferentes lugares de la cocina (microondas, horno, encimera o incluso frigorífico). El catálogo es amplio: con “pelillos” largos, cortos, sin “pelillos”, de color verde, blanco, negro… y un largo etcétera que da idea de la gran variedad de mohos que existe. Y es que no todos son iguales, lo que significa que tampoco todos tienen las mismas características.
Algunos, por lo general, no suponen riesgos importantes para la salud, salvo excepciones, como ocurre con personas inmunodeprimidas, que son especialmente sensibles. Aun así, debe evitarse el consumo de los alimentos afectados para prevenir problemas (por ejemplo, micosis, es decir, infección causada por hongos). Hablamos por ejemplo de Rhizopus stolonifer, el moho de color negro que crece en el pan.
Sin embargo, otros pueden llegar a ser muy peligrosos (como algunas especies del género Aspergillus, asociadas a alimentos como cereales y frutos secos). Y es que son capaces de producir compuestos muy tóxicos llamados micotoxinas, algunas de las cuales se asocian al desarrollo de enfermedades tan graves como el cáncer de hígado.
Por último, también hay mohos que son inocuos y que participan en la elaboración de alimentos. Entre ellos está Penicillium roqueforti, que interviene en la maduración de quesos como el Roquefort o el Cabrales).
Imagen: adonyig
A simple vista es difícil distinguir los peligrosos del resto, así que, como norma general, si hay moho en un alimento que no debería tenerlo, lo recomendable es desecharlo para evitar los efectos adversos de las micotoxinas. Y hacerlo con mucha precaución (por ejemplo, envolviéndolo) porque las micotoxinas podrían llegar hasta nuestro organismo por vía nasal, si inhalamos alguna partícula del moho contaminada. Es decir, no basta con cortar un trozo del alimento contaminado (estos compuestos podrían estar diseminados por todo el alimento) ni basta con cocinar para eliminarlos (son resistentes al calor).
Para evitar la aparición de moho sobre los alimentos conviene cubrirlos o almacenarlos en recipientes cerrados a una temperatura y humedad adecuadas, dependiendo del tipo de alimento. Así, los frutos secos se pueden conservar dentro de un tarro de cristal en un armario de la cocina, mientras que en el caso de un trozo de pimiento fresco, lo recomendable es envolverlo o envasarlo y conservarlo en el frigorífico.
Huevos verdes
Cuando lo que se deja olvidado en la encimera o en el frigorífico es un huevo, lo que ocurre es que, con el tiempo, sufre una serie de transformaciones (pérdida de agua, ruptura de las proteínas, deterioro de las membranas, formación de sulfuro de hierro, etc.) que dan como resultado un producto de escasa consistencia, color verdoso y olor nauseabundo. Además, mientras eso pasa, puede aumentar el número de microorganismos patógenos presente.
Pero no hace falta llegar al extremo de tener un huevo podrido para que suponga un riesgo para la salud. Al contrario de lo que se cree, hay muchos patógenos que no alteran las características de los alimentos, por lo que podríamos estar ante un huevo con Salmonella y, aún así, presentar un buen aspecto, olor y sabor. Es decir, no podemos fiarnos de nuestros sentidos para decidir si los alimentos están en buen estado. ¿Qué podemos hacer entonces?
En el caso de los huevos, lo recomendable es conservarlos en el frigorífico. Muchas personas no lo hacen, porque piensan que si en el supermercado están a temperatura ambiente, en casa habrá que hacer lo mismo. Pero nada más lejos de la realidad. Si en las tiendas no se refrigeran los huevos es para evitar que el contraste de temperaturas durante el transporte hasta nuestra casa favorezca la condensación de agua sobre la superficie de la cáscara, lo que favorecería el desarrollo de bacterias patógenas.
Imagen: tookapic
Por otra parte, también es fundamental respetar la fecha de duración, que en el caso de huevos frescos es de 28 días desde la puesta. Si son huevos cocidos, la duración es menor (unos siete días, siempre que se mantengan a temperaturas de refrigeración) debido a los cambios que se producen durante el cocinado, como la eliminación de la membrana externa que protegía al huevo fresco frente a la entrada de patógenos.
Patatas con antenas
Otro clásico de los pisos de estudiantes —y de muchas otras casas— es encontrar patatas mal conservadas. Se almacenan durante demasiado tiempo y a temperaturas demasiado altas, lo que hace que acaben desarrollando brotes. En ese caso, el alimento se deteriora, debido sobre todo a la pérdida de agua y a la transformación del almidón en azúcares simples. Esto último también ocurre de forma importante, si guardamos las patatas en el frigorífico porque las bajas temperaturas favorecen la acción de enzimas hidrolasas que lo hacen posible. Las implicaciones de este fenómeno no solo están relacionadas con el sabor de las patatas (será más dulce), sino también con la salud, ya que durante la fritura, esos azúcares reaccionan con algunos de los aminoácidos presentes en el tubérculo, dando como resultado la formación de un compuesto potencialmente tóxico llamado acrilamida.
Para evitar estos fenómenos indeseables, conviene almacenar las patatas en un lugar fresco y oscuro, ya que la claridad favorece el enverdecimiento y la formación de otro compuesto tóxico llamado solanina. Si las queremos freír, lo recomendable es hacerlo como mucho hasta que alcanzan un tono dorado, sin llegar a tonos oscuros, para reducir la formación de acrilamida. Y lo mismo se puede decir del pan (que no debemos tostar hasta alcanzar tonos marrones) y de los productos elaborados con él, como croquetas y otros alimentos empanados.
Los imprescindibles: pasta y arroz
Todo piso de estudiantes que se precie cuenta con dos alimentos básicos en su cocina: pasta y arroz. El motivo resulta fácil de entender: gustan mucho, son baratos, versátiles y fáciles de cocinar. Además, también son sencillos de conservar y se mantienen en buen estado durante mucho tiempo. Al menos cuando están crudos, porque cuando los cocinamos la cosa cambia.
Se pueden contaminar con una bacteria patógena llamada Bacillus cereus, capaz de desarrollar esporas, que son estructuras muy resistentes, por lo que puede sobrevivir en condiciones adversas (temperatura alta, baja cantidad de agua, etc.). Cuando calentamos el alimento, esas esporas germinan, así que si dejamos la pasta o el arroz a temperatura ambiente, las bacterias se multiplican, formando toxinas resistentes al calor, que no se eliminan en un recalentamiento posterior del alimento. La ingesta de estas toxinas (o de la bacteria que las produce) puede provocar síntomas como náuseas, vómitos, dolores abdominales, etc. y, en casos muy graves —y por fortuna muy puntuales— puede incluso llegar a provocar la muerte, como al parecer ocurrió en un sonado caso en el que se vio afectado un joven belga que comió espaguetis después de almacenarlos a temperatura ambiente durante cinco días en su cocina.
Si no consumimos esos platos de inmediato, deberíamos conservarlos en el frigorífico lo antes posible (en cuanto estén templados) y comerlos antes de tres días, recalentando una sola vez y hasta que alcancen una temperatura alta. De lo contrario, existe el riesgo de enfermar por lo que se conoce coloquialmente como el “síndrome del arroz frito”.
Recomendaciones básicas
Los desastres en la cocina pueden resultar divertidos, pero no hay que perder de vista que pueden llegar a causar serios disgustos. Pero pueden evitarse con una serie de medidas muy sencillas:
- Lavar las manos y los utensilios de cocina siempre que sea necesario (por ejemplo, después de manipular huevos o pollo crudo). Es recomendable también mantener la higiene en utensilios a los que no se les presta mucha atención, como estropajos, bayetas y paños de cocina, renovándolos de forma periódica.
- Calentar los alimentos a temperatura suficiente, ya sea cuando cocinamos (por ejemplo, los huevos hasta que estén cuajados o el pollo hasta que esté bien hecho) o cuando recalentamos. Así podremos acabar con la mayor parte de los patógenos que pudiera estar presente. Además, no debemos recalentar repetidas veces, ya que eso favorece el desarrollo de patógenos como el mencionado B. cereus.
- Refrigerar o congelar los alimentos perecederos, ya que eso dificulta el desarrollo de la mayoría de microorganismos patógenos (salvo excepciones como Listeria monocytogenes). Eso sí, el frío no los elimina, así que debemos respetar las fechas de duración (por ejemplo, en general no deberíamos dejar las sobras en el frigorífico durante más de tres días).
- Separar los alimentos y utensilios sucios de los que ya están limpios y listos para consumir. Por ejemplo, no deberíamos utilizar el mismo cuchillo para cortar pollo crudo y para cortar el tomate de una ensalada, sin haberlo lavado bien entre los dos procesos. Esto también es aplicable cuando almacenamos alimentos en el frigorífico, donde deberíamos evitar que el jugo de unos filetes crudos gotee sobre una lechuga. En este caso, la solución pasa por colocar los alimentos de forma adecuada (colocando los filetes en el estante inferior) y envasarlos debidamente (podemos meter los filetes en una fiambrera cerrada).
- Respetar las fechas de duración, que pueden ser de dos tipos: de caducidad (que se ponen en alimentos cuyo consumo una vez superada esa fecha supone un riesgo inminente para la salud) o de consumo preferente (en alimentos donde superar esa fecha no implica un riesgo inminente para la salud, sino una alteración de sus características organolépticas: aspecto, olor, sabor o textura). Si vemos que un alimento está próximo a su fecha de vencimiento y no nos da tiempo a comerlo, podemos congelarlo para prolongar su conservación durante varios meses (dependiendo de las indicaciones del congelador). Después, conviene descongelarlo en el frigorífico y consumirlo antes de que pasen 24 horas.
Lo primero y más importante, seguridad en la cocina. Si olvidamos una sartén en el fogón y comienza a arder, es fundamental no echar agua, ya que agravaríamos el problema dispersando las llamas. Lo que debemos hacer es intentar sofocar el fuego (por ejemplo, poniendo una tapadera encima de la sartén o simplemente retirándola del fogón hasta que se apague por sí solo).
Este tipo de olvidos puede ser más habitual a altas horas de la madrugada, cuando se regresa a casa después de una noche de fiesta y el sueño hace de las suyas. Así que si llegamos con hambre, conviene consumir alimentos que ya estén listos para comer y que no necesiten preparación (es decir, ni fogones, ni hornos, ni cuchillos).