En los primeros meses de vida, los bebés no tienen miedo a las alturas ni a otros riesgos. El temor aparece cuando el pequeño comienza a gatear y se desplaza por sus propios medios, según revela un reciente estudio científico. En este artículo se explica cómo la ausencia de miedo en los primeros meses ayuda al niño a explorar su entorno y por qué el temor a los riesgos se desarrolla con la experiencia.
Bebés sin miedo para explorar su entorno
El miedo es una presencia recurrente en los niños: temor infantil a la oscuridad, las pesadillas, los monstruos, a bañarse, a separarse de sus padres, etc. En ocasiones, estos temores, exacerbados, pueden convertirse en un problema. Sin embargo, en los pequeños de pocos meses, a menudo el caso es el opuesto: la falta de miedo. ¿Por qué los bebés no temen a las alturas y a otros riesgos?
El miedo a las alturas y otros riegos surge en los niños en torno a los nueve meses de vida
Un equipo de científicos ha desarrollado una serie de experimentos y ha dado con una respuesta. El miedo a las alturas y otros riesgos aparece cuando los niños adquieren experiencia en gatear y recorrer espacios por sus propios medios, es decir, en torno a los nueve meses de vida.
«Uno de los mayores beneficios de este retraso en la aparición del miedo es que los niños son más propensos a explorar su entorno y descubrir las posibilidades de movimiento que el ambiente le ofrece cuando están menos preocupados por las consecuencias de sus acciones«, explican estos investigadores en un artículo publicado en la revista ‘New Scientist’.
El miedo en niños, desarrollado a partir de la experiencia
Uno de los experimentos consistió en tomar a un grupo de bebés que aún no sabían gatear y enseñarles a moverse en un vehículo motorizado que ellos mismos podían controlar. Después de dos semanas, estos niños -y otros que no habían recibido esa formación- fueron colocados en un dispositivo llamado «acantilado visual», dos plataformas con un importante desnivel entre ellas, pero donde el precipicio está cubierto por un cristal. Al encontrarse en la parte superior del acantilado, los bebés que habían aprendido a desplazarse en el vehículo se ponían nerviosos y su ritmo cardiaco se aceleraba. Sin embargo, esto no sucedía con los que todavía no sabían moverse por su cuenta.
Pero, ¿qué pasa con los bebés que ya saben gatear? Puestos en el borde del desnivel cubierto por el cristal, no se atrevían a apoyarse sobre este, pese a que sus madres les llamaban desde el otro lado. Es decir, ya han desarrollado su miedo a la altura. La revista ‘Live Science’ publica un vídeo en el que esta prueba se observa con total claridad.
En otra prueba, los investigadores colocaron a los pequeños en lo que llamaron un «salón móvil», donde el movimiento de las paredes genera la ilusión en la persona que está en su interior de que es ella misma quien se mueve. De nuevo, los niños que habían conocido la experiencia de ir de un sitio a otro por sus propios medios fueron los que se sintieron más alterados.
Estos estudios sugieren que la conciencia del peligro y el temor a las alturas no se producen a causa de un desarrollo fisiológico, sino de la experiencia obtenida a partir del propio movimiento. Así, los bebés aprenden a evitar hacerse daño como consecuencia de caídas y golpes.
El acantilado visual (visual cliff) fue diseñado hace décadas por los psicólogos Eleanor J. Gibson y R. D. Walk, investigadores de la Universidad Cornell (EE.UU.), y ha permitido numerosas investigaciones, tanto con seres humanos como con animales, antes de esta última que ha relacionado el temor a las alturas con aprender a gatear.
En 2010, expertos de la Universidad de North Carolina, comprobaron que los bebés tardaban mucho más en cruzar gateando la parte profunda del acantilado visual que la parte llana, ya que la primera les llamaba mucho más la atención, tanto a nivel visual como táctil. El estudio, además, encontró que los niños nacidos en término mostraban muchas más estrategias motoras que los que habían nacido prematuros.
Los creadores del dispositivo habían demostrado en un trabajo de 1957 cómo los gestos y las expresiones de las madres influyen sobre el comportamiento de bebés de un año de edad cuando estos dudan sobre su comportamiento. En la prueba, primero los niños eran colocados en un extremo de una superficie lisa y la madre en el otro. La madre mostraba distintas expresiones, tanto positivas (alegría, interés en el hijo, etc.) como negativas (enfado, miedo), pero el pequeño siempre iba hacia ella. En una segunda parte, se repetía la experiencia en un acantilado visual, con el menor en la parte llana y la madre al otro lado de la zona profunda. En estos casos, los niños cruzaban esta parte profunda ante expresiones positivas de la madre, pero, en cambio, no lo hacían ante expresiones negativas. En este vídeo se ven imágenes de una recreación de este mismo experimento.